—Ya era hora de dejar las pizzas —comentó Nick, ganándose una mirada asesina por parte Fran.
Había decidido comenzar a pagar mis deudas, pese a que mi economía estaba cayendo a pedazos.
Por fortuna, gracias a nuestro negocio citas podía permitirme ciertos gastos, habíamos retomado el trabajo tan pronto pude volver a hacer fuerza, debido a que mi cuerpo en un principio fue incapaz de soportar la tensión del arco. "Cupido al Rescate" estaba siendo un éxito, y en parte se lo debía a mi mejoría. Aunque al parecer aún no formaba ninguna pareja feliz, ya que Eros no hacía mención de aquello.
Eros.
Solo pensar su nombre me hacía desear golpearme contra la mesa.
Pagué por mi hamburguesa y la de Agustín, antes de escoger una mesa. Fran Nick, y Agnes nos siguieron.
Me detuve en un pequeño anuncio pegado junto a la pared. Estaban buscando ayudantes de cocina. Una ligera sonrisa se asomó en mi rostro, si Henry podía hacerlo, ¿por qué yo no?
—¿Buscas trabajo? —inquirió Nick a mis espaldas, haciéndome saltar de la impresión.
—Sí, tengo que aumentar mis ingresos —expuse.
—¿Y en serio piensas encerrarte en un local de comida rápida?
—No tengo nada mejor —repuse, encongiéndome de hombros.
—Puedo ayudarte —propuso—. Mis padres administran el zoológico en las afueras de la ciudad, y necesitan personal para tareas menores.
Pude sentir mi mirada iluminarse.
—¿Harías eso por mí? —pregunté entusiasmada.
—Haría muchas cosas por ti —bromeó—. Además, estas mejor calificada que todos esos niños que creen que poner: "Me gustan los animales" es suficiente para postular al empleo.
Asentí entusiasmada, sintiendo que mi vida mejoraba un poco.
Nos instalamos en una mesa para cinco, e hicimos algunas observaciones al partido mientras esperábamos que nuestro pedido estuviese listo.
Todavía faltaban días para los exámenes, y tenía la esperanza de poder subir mis calificaciones en esta oportunidad. Pese a que mi madre insistía en pedir un certificado médico que me permitiera fechas especiales, yo no quería. Después de pasar semanas siendo un estropajo inútil, necesitaba algo con que demostrar mi valor. Era un anhelo extraño, que no sabía a quién iba dirigido, si a mí misma o al resto del mundo, pero ahí estaba y no podía ignorarlo.
Es curioso como cambia la vida de alguien luego de verle la cara a la muerte, aunque en mi caso, había conocido directamente a los señores del Inframundo. Tenía la imperiosa necesidad de arreglar mi vida, de autovalidarme, y reparar mis errores pasados.
Así fue como acabé presentándome ese sábado en el zoológico, y acabé siendo contratada para una jornada part time, solo los viernes y fines de semana, cuando las visitas aumentaban. Luego de sufrir tantos desvaríos para obtener un empleo, la posibilidad parecía caída del cielo. Aunque los chistes que tenían que ver con divinidades y fuerzas karmicas ya no me hacían gracia.
Comencé mi primer día cortando los benditos boletos de quienes llegaban de visita, la mayoría padres con sus hijos o parejas sin nada mejor que hacer.
Básicamente tenía que sonreír, cobrar el dinero y entregarles su entrada. Nada de otro mundo.
—¡Hey! —dijo mi compañero de la caja vecina, mostrándome un billete—. ¿Tienes cambio?
Miré mi caja y le cambié el dinero para que pudiera dar el vuelto a sus clientes.
Continué el resto del día ignorando su existencia, hasta que llegó la hora de volver a mi casa.
Fui a mi casilla para reemplazar la fea polera con el logo de un tigre bordado en el costado por una blusa negra sin ningún diseño, y quitarme la gorra con el mismo emblema. Debo decir que el uniforme apestaba, y ojalá nunca nadie conocido me viera con él o mi dignidad se iría al suelo.
Salí del camarín de los empleados y me detuve unos momentos a observar la gente que se paseaba entre las jaulas. Los niños que corrían de un lado a otro como si estuvieran en una auténtica expedición, los impacientes que esperaban que el animal en cuestión despertara o hiciera alguna gracia, los adultos que seguían a sus hijos y las parejas que avanzaban tomadas de la mano.
Era curioso llegar a la conclusión de que todos éramos animales, unos en libertad y otros recluidos en celdas.
Sin darme cuenta, estaba caminando por el pavimento. Una de las ventajas de ser empleada era no tener que pagar la entrada, así que podía recorrer libremente después de mi turno.
Nunca en la vida visité un zoológico, solo los había visto fotos o en la televisión. Había aprendido a amar la naturaleza en libertad, corriendo entre los prados, reconociendo los perros, los caballos, las ovejas y las vacas, siendo perseguida por jaurías hambrientas y enjambres furiosos, limpiando crines y acariciando pelajes con parásitos. Si eso no era amor, nada lo era.