Cupido por una vez

Capítulo 67


Escogí unos jeans gastados y una polera básica con una camisa a cuadros abierta que recordaba tener en mi armario. Los invoqué junto a mis zapatillas,  y me cambié en la comodidad de la casa de Eros.

Una vez que estuve lista, convoqué al dios, llamándolo por su nombre. 

Nos transportamos detrás de unos arbustos que rodeaban mi casa, para que nadie nos viera salir de la nada, aunque con menudo desastre, dos jóvenes apareciendo por arte de magia, sería el menor de los problemas. 

No sabía bien qué esperaba encontrar. Creo que guardaba la esperanza de que la policía ya hubiera llegado, pero no fue así. Lo que me encontré me dejó pasmada.

Mi papá estaba borracho afuera de la casa, gritando tantos improperios que recé porque no llegarán a los oídos de Vanessa, mientras pateaba la puerta de entrada. A un costado, había una ventana rota, que de seguro él mismo quebró arrojando piedras, como ya lo había hecho muchas veces antes.  Estaba tan mareado que no podía entrar por aquella abertura, por  fortuna. 

Me pregunté dónde estaba mi mamá, pero de seguro todavía se encontraba en el cerro, recolectando bayas.  A juzgar por la hora no tardaría mucho en bajar y cuando lo hiciera, el verdadero caos iba a desatarse. 

Mi primer impulso fue correr a gritarle un par de verdades a mi padre, pero Eros me detuvo. 

—Espera, Atea está sobre su cabeza —advirtió. 

—¿Quién? —inquirí. 

—Es la diosa de la fatalidad, solo sabe crear discordia entre dioses y humanos. Fue desterrada del Olimpo y condenada a vagar sobre las cabezas de los hombres. Provoca el caos donde quiera que esté. Es mejor que esperemos a sus hermanas para que limpien este desastre. 

—No tengo tiempo para eso —reclamé. 

—No, Liz. Es peligroso que te acerques. Atea te puede llevar a cometer acciones impulsivas, engañarte y hacerte perder la razón, igual que tu padre en estos momentos —expuso. 

—¿Y qué pretendes? ¿Qué me quede aquí parada? ¡Eros, hay una niña ahí dentro!

Eros apretó los puños, analizando la escena. 

Mi papá arrojó otra piedra a la ventana que acabó por romperla, haciendo que mi rabia aumentara. 

—Espérame aquí —ordenó Eros—. Iré a echar una mano para que la policía llegue más rápido, todavía están lejos y tardarán demasiado. También buscaré a las Litaí, las hermanas de Atea, para que limpien este desastre. 

Era un buen plan, pero no confiaba con que pudiera contenerme mientras él iba y volvía. 

—¿Puedo ayudar? —cuestioné. 

Me tendió un teléfono celular unas treinta generaciones más moderno que el mío, que yacía con la pantalla destrozada en su casa. 

—Habla con tu hermana, Hedoné ya no está con ella —dijo. 

Miré el aparato en su mano, como si se tratara de una granada a punto de explotar. 

—¿Y qué le digo? —interrogué, como si no fuera obvio. 

Eros se encogió mi hombro y depositó el teléfono en mi palma. 

—Eso solo lo sabes tú. El número está en la lista de contactos —contestó, antes de desaparecer. 

Me quedé sola, escondida detrás de los matorrales, escuchando los feroces alaridos de un borracho a mis espaldas, y con cientos de palabras atoradas en mi garganta. 

Mis temblorosos dedos se deslizaron pantalla, y me quedé en blanco cuando me exigió una contraseña. Para peor, el teclado no era numérico, sino que consideraba todo el abecedario. 

—Pudiste haberme dicho la clave —refunfuñé. 

Resoplé y tecleé lo primero que se me vino a la mente: «Soy Eros, e...». 

Mi asombrosa idea excedió el límite de caracteres. 

¡Claro que excedía el límite! Ni siquiera sabía por qué había desperdiciado mi primer intento escribiendo menuda estupidez. Ahora solo me quedaban dos oportunidades. 

De acuerdo, era hora de probar algo más simple. 

«Psique». 

Me mordí el labio dispuesta a matarlo si esa era la clave. 

Por fortuna, no lo fue, y solo me quedaba un intento antes de tener que esperar treinta segundos. 

Tenía que pensar en una palabra de seis letras que Eros pudiera usar como contraseña. 

¿Por qué hasta en los momentos más dramáticos de mi vida el dios tenía que fastidiar mi existencia? 

Entonces tuve una idea, tan mala, que era imposible que estuviera equivocada. 

«Cliché». 

De inmediato, el teléfono se desbloqueó. Pude haber chillando de la felicidad, hasta que me di cuenta de la imagen que tenía de fondo de pantalla. 

Era yo.

Pero no se trataba cualquier día, reconocía muy bien la escena, y sabía que había sucedido mucho antes de conocernos. ¿Por qué? Pues estaba usando un sweater azul que no era mío, sino de Fran, ya que esa noche me había quedado a dormir en su casa, y en la mañana hacia tanto frío que había acabado asaltando su closet en busca de algo más abrigador que la blusa sin mangas que tenía. 



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En el texto hay: romance, cupido, mitologa

Editado: 27.08.2018

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