Eros llegó a mi lado en menos de lo que dura un parpadeo, y su hija no tardó en seguirlo, mientras las misteriosas mujeres examinaban la situación. La tensión era palpable en cada uno de los presentes, el recelo y la desconfianza imperaban, e incluso debo admitir que un miedo irracional me recorrió durante el breve instante en que fijaron su atención en mí.
—Artemisa, has derramado tu propia sangre. Cometiste un crimen que solo la justicia divina puede subsanar —declaró una de las damas.
—Para reparar el daño, hemos decidido quitarte uno de los regalos que tu padre, Zeus, te dio al nacer —agregó otra—. Desde hoy, dejarás de ser la virgen perpetua, y tendrás los mismos deseos carnales que el resto de tus pares.
—El culto que se te ha rendido por siglos ha llegado a su fin —concluyó la última.
Los ojos de la diosa se abrieron a su máxima capacidad. El castigo no sólo la asustaba, sino que también la ofendía.
—¡Eso jamás! —alegó.
—Nuestras decisiones son inapelables —contestó la primera—. Ni siquiera el mismísimo Zeus puede revocar nuestras sentencias.
De acuerdo, me estaba quedando claro que estas señoras eran poderosas. Muy poderosas.
—¡No! ¡Atenea ven en este mismo instante! —exigió Artemisa.
Y así fue como el Olimpo comenzó a reunirse.
La aludida apareció atraviada con un himation que caía hasta el suelo, un casco militar griego sobre sus cabellos castaños, además de sostener una lanza y un escudo en cada mano. Tenía una postura imperial, similar a la de un conquistador que acababa de doblegar a un pueblo entero, y una mirada suspicaz, que escudriñó a cada uno de los que nos encontrábamos ahí.
–¿Por qué me has llamado, Artemisa? —preguntó al fin.
—Las Erinias quieren quitarme uno de los regalos que mi padre me dio al nacer –acusó la diosa—, y yo me niego a aceptar ese veredicto. ¡Haz algo!
La deidad de la sabiduría arrugó la nariz, sospechando de antemano que algo andaba mal.
—¿Y qué hiciste para merecer aquel castigo? ¿Acaso fuiste tú quien dio muerte a esa joven? —Señaló a Fran—. Percibo los dones de Apolo en ella.
Nadie necesitó responder para confirmar aquella teoría.
—Exijo que tú te constituyas como Tribunal y seas quien me juzgue, no ellas —exigió Artemisa.
La cara de Atenea se tornó pensativa, y su mirada se detuvo en las tres mujeres que se mantenían altivas frente a todos nosotros.
—No puedo ir en contra de lo que digan las divinidades ctónicas y lo sabes —replicó.
—Claro que puedes, ya lo hiciste una vez, y fue tan asombroso que incluso los humanos lo recuerdan —dispuso la otra diosa—. Yo solo quería presionar a Eros para que revoque la maldición que lanzó sobre mi hermano, ¿cómo puedes pensar que buscaba hacerle daño a él o a su descendencia? ¡Esa chica ni siquiera debió haber estado presente!
—Que gracioso —musité, olvidando ponerle filtro a mi lengua. De pronto, todas las miradas estaban puestas en mí.
—¿Qué te parece gracioso, humana? —inquirió Atenea.
Me habría gustado poder retroceder el tiempo para tragarme mi impertinente observación, pero ya era tarde, y si no les explicaba a los dioses qué me parecía tan divertido, de seguro amanecía convertida en un árbol.
—Es solo que acabo de comprender algo. Es un poco tonto, pero yo también tengo una hermana —expuse—. Yo la amo de todo corazón, pero no consigo entenderla, ella siempre actúa como si fuera la hija perfecta, sin errores, es tan falsa que a veces me desespera. Siempre creí que su tendencia a actuar como una niña modelo respondía a un orgullo estúpido, o a una necesidad de parecer mejor que yo, sin embargo hace poco comprendí que ella solo lo hacía por protegerme. Intentó convertirse en mi figura adulta, quiso satisfacer a mis padres para mantener la familia en paz y tomó responsabilidades que no le correspondían a su edad para protegerme. Por otro lado, hace un año yo hice algo terrible, casi cometo un crimen de sangre, como ustedes lo llaman, intentando salvar la vida de mi mamá. Mi papá le contó otra versión de la historia a Jane, mi hermana, y entre ambos acabaron ocultándole la verdad. Yo también fui parte de su plan, en el fondo, creo que acepté ocultarle la verdad porque me convencieron que ésta podría hacerle mucho daño y no quería verla sufrir, aunque eso me destruyera por dentro. Pero hoy he aprendido dos lecciones; la primera es que no importa cuánto me esfuerce por ocultar una realidad, ésta siempre acaba cayendo por su propio peso y al final, el daño que causa es mucho más grande. —Miré el cuerpo inerte de Fran y mis ojos se llenaron de lágrimas, pero me esforcé en mantener la calma—. Es curioso que nuestro destino y la relación que llevamos como hermanas se viera tan marcada por el daño que nuestros padres nos hicieron. Al final todos fuimos culpables, desde quienes no quisieron escuchar hasta quienes decidieron callar. Y ahora, al ver a Artemisa, comprendo por qué Jane y yo nos hicimos daño a pesar que nos amábamos como hermanas. Pues todas cometimos el mismo error, de hacer lo que creímos mejor para el otro, pero sin pensar en lo que realmente necesitaba. Es decir, Artemisa cree que devolviéndole a su amada lo hará feliz, pero en realidad, Apolo no necesita que le cumplan un capricho que ni él mismo podría valorar, y por querer torcer la mano a su destino e imponer su voluntad, acabó dañándolo por otra vía. No se trata de lo que nosotros queremos para alguien, sino lo que esa persona realmente requiere, que no siempre será lo que nos gustaría. —Tomé aire, antes de que mis voz se quebrara y el llanto me asaltara—. Y yo, por no entenderlo antes he perdido a alguien muy importante. Oh por Dios. ¿Cómo se puede aprender tanto en un segundo y repetir los mismos errores todos los días?