Cuqui

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“Cuqui”

Manu sale al patio con un vaso de jugo helado en la mano, Va cargando una reposera vieja la lleva debajo del limonero que planto el abuelo, en una esquina de su casa.

Desde allí puede escuchar los rasguidos de la guitarra de Tomas, intenta una y otra vez sacar de su guitarra los acordes de una canción. Mas allá, en la cocina pequeña de la casa se ve una figura etérea moverse delicadamente al ritmo de una canción que Manu no puede escuchar. Joaquina lleva auriculares y mantiene los ojos cerrados mientras danza.

Sentada bajo el limonero Manu se pregunta, mientras bebe el jugo helado, como puede Joaquina bailar tan suave acariciando el viento con sus manos como si fuese un colibrí revisando las flores de este mismo árbol, y al segundo convertirse en una cruel adolecente que lanza dardos con cada palabra. Los acordes de Tomas acompañan la danza silenciosa de Joaquina en la cocina. Manu no puede verlo desde su reposera, pero lo imagina sentado en su cama frunciendo el seño con las yemas de los dedos marcadas de tanto rascar las cuerdas.

Manu entrecierra los ojos , se mece en las nubes que pasan y en el baile de Joaquina

“estoy cansada”, piensa y le duele. Sus adolecentes son dueños de la pequeña casita, de la tele, la radio, las baldosas , dueños de todo. Cada uno en su mundo y ella, Manu , parte al suyo donde quedo su corazón.

Tengo 16 años, es abril de 1988, vuelvo de la secundaria cargando un bolso de jean azul que coció mi mama usando las botamangas cortadas del pantalón de mi hermano mayor.

Camino bordeando las curtiembres, el olor a cuero y sal, a carne podrida que flota en el barrio me aquea, pero sigo caminando acariciando con una mano la pared de piedritas de vidrio del vecino.

El frente de mi casa es el más obscuro de la cuadra, los humos de la curtiembre y la sal pestilente que arrojan los camiones de cueros curtidos la obscurecieron, papa dice que mientras este la curtiembre en el barrio así será por siempre.

Se lo que va a pasar cuando abra la puerta con mi llave, al ruido mecánico de la cerradura le seguirá un trotecito lejano que me hará sonreír. Un trotecito que aumenta el ritmo a medida que se acerca al zaguán sombrío. Y yo imagino la carrera de un lobito que viene por su presa, esos segundos me llenan de ansiedad. El ataque del lobito nunca sucede, en su lugar al cruzar el zaguán a toda velocidad cuqui se detiene a mis pies. Un pompón rubio y silencioso que se arrastra suavemente, mirándome desde las baldosas.

Veo sus ojos de caramelo media hora y su sonrisa perruna, me agacho y la abrazo y nos quedamos así en silencio las dos abrazadas.

Nos quedamos largo rato sentadas en el zaguán obscuro y en silencio ,las dos, estamos en el límite de lo bueno y lo malo. Cuqui y el zaguán es el paraíso para mí: por detrás el mundo que no entiendo todavía, por delante esta mi casa; Cuqui no quiero entrar todavía, quedémonos acá , hasta que nos descubran no importa si nos cuesta un mamporro.

Saco de mi bolso de jean un horroroso alfajor de limón bañado en chocolate falso: es la colación que nos da mama para llevar al colegio. Papa es panadero, a veces hace experimentos culinarios que no funcionan, y los trae a casa en bolsas desde su trabajo, a veces son pancitos de raros sabores o galletitas que se rompen al cocinarlas. Lo peor debo decir fueron estos alfajores de limón, por suerte Cuqui lo desaparece de dos bocados y olfatea las miguitas que quedan.

A mama no le gusta desperdiciar la comida y los castigos por no comer lo que te toca suelen ser peores que el sabor a limón del alfajor.

 

Un acorde desafinado de guitarra arrastra a Manu debajo del limonero otra vez. Joaquina ya no baila, en su lugar se ha puesto a dibujar en su cuaderno. Manu imagina por los trazos hábiles de su mano que está inspirada, Joaquina sonríe, seguro ha escuchado algo gracioso , Manu no sabe qué, pues Joaquina usa auriculares.

Tengo cuatro años, es julio de 1977, voy de la mano de mama, vamos cruzando el arroyo entubado, nunca lo vi en su forma de arroyo, mama tampoco, nosotras solo vemos el basural que se extiende sobre la superficie. No sé que es peor, si el olor a carne pasada de la curtiembre o este basural. En todo caso estoy segura que mama no los nota, ella va rumiando su queja monologo , a veces es referida a papa o a la vecina, pero más frecuentemente el monologo interminable atrapa a la tía, la señora que odia con su alma, por momentos me asusta, tironea de mi bracito cuando el monologo se vuelve más intenso. Yo envidio a mi hermano mayor, está en el jardín a estas horas, yo no pude entrar.

Entonces me toca acompañar a mama y a mi hermano hasta el jardín, verlo entrar y volver con ella camino a casa cruzando el basural. Pero esta mañana es diferente, unos ojitos de caramelo media hora me miran desde una caja de zapatos, hay una lata de atún vacía a su lado y un pedazo de tela que parece ser un pulóver viejo en su caja. Yo no detengo mis pasitos, hacerlo sería terriblemente grave, el castigo por interrumpir el monologo de mama es peor que el olor a podrido del basural. Pero mis ojos no se despegan de los caramelitos media hora, y los caramelitos me siguen también en silencio.

Se llama Cuqui, no sé como llego su cajita de zapatos debajo del auto de papa hace dos días. Creo que esta regla que rompió mama fue la cosa más importante que ella hizo por mí. A papa no le gustan los perros, pero cuqui no era un perro, cuqui era cuqui: silenciosa, rubia y educada, un pompón que se dormía al sol sobre las pantuflas del abuelo cuando venía a visitirarnos. Cuqui acompaña a papa en sus caminatas por el patio de lajas, cuando medita en silencio mirando los rosales. Papa no le gustan los perros pero ama a mi Cuqui.




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