Curvas Prohibidas

Nadie me controla

Jaxon

El sol golpea con fuerza sobre la cancha de baloncesto, donde un par de chicos juegan sin preocuparse por nada más que encestar. Yo, en cambio, estoy apoyado contra la pared, observando a mi presa desde lejos.

Madeline Carter.

Está sentada en una de las mesas del patio, inclinada sobre sus libros como si el mundo entero dependiera de la tarea que está haciendo. Su frente se arruga levemente mientras anota algo en su cuaderno con esa concentración enfermiza que me asquea. No se distrae, no levanta la vista, ni siquiera parece notar el bullicio a su alrededor. Como si fuera mejor que todos, como si estuviera en un nivel distinto al resto.

—Mírala. —murmuro con desdén. —Siempre tan meticulosa, como si con eso pudiera fingir que pertenece aquí. —suelto con fastidio.

El Moreno, mi amigo de toda la vida, me lanza una mirada aburrida mientras saca un chicle de su bolsillo y se lo mete a la boca.

—Han pasado siete días desde lo del casillero, Jaxon. —me recuerda con tono neutro. —¿No te cansas? —niego.

—¿Cansarme? —levanto una ceja, con una sonrisa torcida. —Esto apenas comienza. —él suspira, como si ya supiera lo que voy a decir.

—¿Qué planeas ahora? —inquiere con el mismo aburrimiento.

Muevo la cabeza en dirección a la botella de jugo que está sobre la mesa de Madeline, a su lado.

—Voy a ponerle algo en su jugo. —digo tranquilamente.

—¿Qué? —deja de masticar su chicle y me mira con el ceño fruncido.

—Un laxante, un somnífero, algo que la haga quedar en ridículo —me encojo de hombros. —Podría ser divertido. —ya veo las redes sociales inundada de videos de ella, durmiendo, soltando baba o en el baño descompuesta.

—No. —su respuesta es firme y directa.

—¿Cómo que no? —lo miro con incredulidad.

—No es miedo —aclara, cruzándose de brazos. —Es conciencia. No sabes si tiene alguna alergia o problemas de salud. Podrías matarla. —ruedo los ojos.

—Le haríamos un favor a la humanidad. —suelto divertido.

—Jaxon…

—No me vengas con sermones. —lo interrumpo con impaciencia. —Siempre me sigues en todo, ¿qué tiene de diferente esto? —pregunto sin entenderlo.

—Tiene todo de diferente. —replica con seriedad. —Una cosa es hacerle bromas, otra es meterte con su comida. —aprieto la mandíbula.

—Así que te pones de su lado ahora. —resopla.

—No es cuestión de lados, Jaxon. Las bromas tienen un límite. —gruñe.

Nos quedamos en silencio por unos segundos. Sé que tiene razón, aunque me niegue a aceptarlo. Ponerle algo al jugo podría ser demasiado. No quiero terminar metido en problemas por una idiotez. Respiro hondo y finalmente alzo las manos en señal de rendición.

—Bien —digo con desdén. —No tocaré su jugo. —me estudia con atención, esperando que diga algo más. —Pero haré algo —añado con una sonrisa maliciosa. —Esa mujer no debe estar aquí. —levanta una ceja.

—¿Mujer? —parpadeo.

—¿Qué? —yo no dije "mujer" ¿o sí?

—Es la primera vez en años que la llamas así. —me observa con curiosidad. —Siempre le dices gorda, becada…

Comienza a enumerar cada uno de los insultos que le lanzo a diario, pero ya no lo escucho. Algo en su comentario me incomoda. Lo miro con el ceño fruncido y no respondo. Porque sé que tiene razón. Me cruzo de brazos y vuelvo la vista hacia Madeline. Sigue sumergida en sus libros, ignorando el mundo que la rodea.

Y yo la sigo mirando. ¿Por qué? ¿Por qué, teniendo a todas las chicas de la preparatoria a mis pies, mi atención siempre termina en ella? No lo entiendo. No la soporto. No debería importarme. Solo que algo en ella… me molesta en desmedida. Cierro los puños, fastidiado conmigo mismo. No hay razón lógica para que esta chica, esta becada, esta gorda, tenga mi atención. Sin embargo, ahí estoy, buscándola siempre, encontrándola sin querer.

»Lo que sea que pienses hacer, no me metas en esto —advierte el Moreno, interrumpiendo mis pensamientos.

—Como quieras. —respondo con desdén. —Algo haré. —me observa con una expresión extraña, casi como si estuviera analizándome.

—Tal vez deberías preguntarte por qué te obsesionas tanto con ella. —habla finalmente.

—¿Obsesión? ¿Estás loco? —frunzo el ceño.

—Dímelo tú. No puedes dejar de mirarla. No puedes dejar de pensar en ella. Es raro, Jaxon. —se encoge de hombros.

—No es obsesión. Es desprecio. —suelto una carcajada seca.

—¿Seguro? —arquea una ceja. —Porque a mí me parece lo contrario. —me pongo de pie bruscamente, sintiendo la rabia arder en mi interior.

—No hables estupideces. —en el fondo, algo en sus palabras se queda conmigo.

Algo que no quiero admitir.

(...)

Camino por los pasillos de la preparatoria con la seguridad de siempre. Me abro paso entre los estudiantes sin necesidad de hacer nada especial. Solo estar aquí es suficiente para que la gente se haga a un lado. Algunos chicos me miran con respeto, otros con envidia. Y las chicas… bueno, ellas me observan con esa mezcla de deseo y admiración que ya me resulta tan natural.

Les sonrío ladinamente, disfrutando de su atención. Me gusta saber que soy el chico dorado del campus, el intocable. Nadie puede tocarme, nadie puede joder mi perfecta vida.

Sigo avanzando hasta la rectoría y, como siempre, entro sin golpear. No tengo por qué hacerlo. La tutora, una mujer delgada, alta, de unos sesenta años, me mira con mala cara, solo que ya está acostumbrada a mi actitud. Solo me señala con la cabeza la oficina del profesor de matemáticas.

No pregunto nada. Sé perfectamente por qué estoy aquí. Abro la puerta de la oficina del profesor sin molestarme en llamar. El hombre, un tipo de unos cincuenta años con una calvicie incipiente y gafas gruesas, levanta la vista de unos papeles y me fulmina con la mirada.

—Señor Hayes, ¿no sabe golpear la puerta? —me encojo de hombros y me dejo caer en la silla frente a su escritorio con total desinterés.




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