Hasta que al fin la verdad se desplegó ante mí,
no como un rayo, sino, como el lento amanecer
que baña la quietud.
Comprendí entonces que soy la arquitecta
de mis propias expectativas,
la forjadora de los sueños que elijo habitar.
Soy dueña del brillo que encienden mis ojos,
de esa luz íntima que nace de las profundidades del alma,
y que ni la tormenta ni la sombra logran apagar.
Y soy, sobre todas las cosas,
la dueña de la mujer que habita frente al espejo cada mañana.
Ella, con sus huellas, sus silencios y su historia,
no es un reflejo prestado,
sino la esencia pura que decido abrazar,
sin máscaras, sin pedir permiso.
Ahora camino ligera,
llevando conmigo el peso de mi dulce libertad.