A veces me despierto antes que el sol
y no porque tenga prisa,
sino porque el alma no sabe dormir.
Hay un silencio que me respira en la nuca,
una urgencia sin motivo,
un temblor que no avisa.
No duele como duelen las heridas,
sino como duele el vacío.
Esa forma absurda de sentirse lleno
de todo lo que no se puede controlar.
Camino despacio,
como si el suelo fuera una promesa frágil,
y me pregunto si alguien más
siente que el mundo late demasiado fuerte.
La ansiedad no grita,
aprieta.
Se sienta a mi lado cuando intento escribir,
me roba las palabras,
y me deja solo con el nudo.
Pero a veces,
cuando logro mirarla de frente,
descubro que también tiene miedo.
Que su voz se parece a la mía
cuando era niña y no entendía
por qué lloraba sin razón.
Entonces la abrazo,
no por valentía,
sino por cansancio.
Le digo que está bien,
que ya no hace falta correr.
Y por un instante breve,
uno de esos que casi no existen,
el pecho se abre,
entra un poco de aire,
y me parece escuchar
que la vida, a pesar de todo,
todavía me espera.