Damphyr

2.1 Ecos del pasado.

Ecos del pasado.

Había pasado tanto tiempo dentro de la celda, tanto que estaba seguro en algún punto de que jamás conseguiría ser libre. Era posible que algún punto de ahora aún viera esto como un sueño.

Nunca importó que tan bueno fuera, que tan bien trabajará y cooperara, jamás era suficiente para Ethan y sus superiores. La promesa de que algún día me liberarían estaba solo suspendida en el viento al igual que los fríos barrotes; haber visto la isla muy a lo lejos era algo que me llenaba de cierta nostalgia, alegría. Alivio. Dolor. Luego de una larga charla con Michael y el señor E., llegué a la conclusión de que estaba del otro lado del mundo; en la isla (o en la cabaña de Ethan) nunca hubo un mapa del territorio ni mucho menos algo como un mapa del mundo en sí, pero al ver las rutas de navegación y decirle a Michael en donde vivía, éste trazó un largo curso, uno tan largo que costaba creer que jamás me di cuenta de que tan lejos me encontraba de casa.

Solo una vez, luego de los primeros entrenamientos, Ethan dijo que me daría dos horas antes de perseguirme. Decía que en las afueras de la isla había una ciudad en donde tal vez encontraría ayuda, por supuesto, en su momento fue una fantasía para mí sin saber la triste realidad. Había corrido tan lejos como pude y recuerdo que la había visto a lo lejos al paso de una hora, pero al llegar a ella, las cosas habían sido una total decepción. La ciudad había sido destrozada, y en palabras de Ethan “El hierro había pasado de un sitio turístico a una prisión de alta seguridad solo por mí”. Ruinas, cenizas y destrucción. Ese había sido el precio de los inocentes por mantenerme alejado del resto del mundo.

Al final, la lección acabó y yo había regresado a la celda.

La marea había bajado, por lo que dirigir el barco había representado en los ojos de Michael una proeza, o al menos, eso parecía.

En tan solo dos horas de viaje despierto había descubierto el lado más amable de Michael cuando no llevaba consigo las armas desenvainadas que constituían a dos dagas gemelas de mediano alcance; el señor E., por otro lado, se mostraba más amable y siempre atento a su tripulación, pues a pesar de su cargo, jamás dudaba en ayudar cuando hiciera falta. Era un verdadero ejemplo de líder, al menos ante mis ojos. Había tenido la oportunidad de conocer a ellos dos y unos cuantos más dentro de la tripulación: por un lado, estaban los asignados al área ambiental como lo eran Anderson y Osvaldo, quienes cumplían la función de reciclar y mediar incluso en cuanto a la pesca y evitar dejar contaminantes en el océano; en la otra línea se encontraba el doctor Francis Dubois, quien –de manera obvia– era el encargado del área médica. En el montacargas para subir y bajar la red de pesca se encontraban Bob y su hermano Jacob. Otros más se hacían cargo de la limpieza y la cocina, pero entre ellos había un segundo oficial que apoyaba a Michael a trazar las rutas seguras y que se hacía cargo de comunicarse.

Ivan. Era más joven que Michael, pero tal vez uno o dos años mayor que yo. Sin embargo, su conocimiento compensaba por mucha su corta edad. Sin duda era un experto en lo que hacía.

-¡Tierra a la vista! ¡Señor E., tenemos confirmación! Podemos atracar.

-Excelentes noticias, joven Grand y joven Müller. ¡Todos, prepárense! –Expresaba mientras subía con ellos, tocando mi hombro un momento mientras él seguía fijo en el horizonte–. Esta puede ser tu oportunidad, mantente listo.

-Sí señor.

Luego de haber atracado en el muelle y, por supuesto, de haber conseguido dejar toda la carga a sus respectivos proveedores, el señor E. se había hecho cargo de presentarme como uno más de su tripulación. En sus palabras más privadas era “una forma de hacerte pasar desapercibido”.

El trabajo de trasladar todo fue una lata total, pero valió la pena por el festín de bienvenida en el puerto. Había todo un manjar para ellos y para mí. Desde peces y mariscos, res y puerco, vegetales, frutas y pastas, pollo. Había de todo para recibirnos y sin duda alguna, era algo de lo que yo al menos no me arrepentiría de tener jamás.

-¿Sabes manejar los cubiertos?

-¿Eh?

-Los cubiertos –decía el doctor Francis en voz baja, señalando con la mirada–, ¿un poco de ayuda?

Miré mis manos, y percibí su mensaje al ver que la mayoría de los cubiertos seguían aún sobre la mesa y mis dedos pellizcaban solo de un tenedor pues era lo único que sabía medianamente manejar.

-Descuida –dijo Francis–. No tienes de que avergonzarte jovencito, es solo que no quisiera que alguien tan joven se desperdicie como muchos otros que no cuidan sus modales. ¿acepta mi ayuda?




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