Daño Colateral

Capítulo 5

Capítulo 5

523 días antes del suicidio

Alex

Por la mañana, bajo ninguna circunstancia se me hubo pasado la idea de plantarme de nuevo en la liberaría, el asunto me parecía resuelto y sin ninguna arista oculta que después me dejara en la situación que ahora estaba. Quizá se trataba solamente de una cuestión de impulsividad, producto de un fugaz recuerdo que terminó despertando un deseo que hasta entonces no sabía que tenía bases tan fuertes. La verdadera cuestión estaba en que no era solo un asunto a la orden del día, sino que iba un poco más allá del impulso con el que pretendía escudarme. Antes había mantenido la distancia, porque la incomprensión me era inadmisible y el apresurado intento por establecer un vínculo se plantaba más como una equivocación jovial. Podía, en el momento, reconocerlo como un acto de poca o nula cordura, pero la certeza también estaba ahí y nunca la sentí como ahora que me palmeaba la espalda, alentándome a seguir adelante. Atiborraba las dudas en un saco y las lanzaba tan lejos de mí cómo podía ser posible, sobre todo aquellas donde la negatividad asumía como única regla. Y «no puede salir mal. No hay manera de que salga mal», me repetía, con la convicción de un inocente que hace su primer intento, y que, después de todo, lo era.

«Lo que intentas decirme es que, ¿necesitas más libros?». La pregunta me la había hecho Adrien, unos minutos después de aparecerme por la liberaría. Me veía con la incredulidad viva, como si no le hubiera costado más que unos segundos entender la verdadera razón de mi presencia, o más bien, como si no comprendiera de qué devenían las excusas y la falta de entereza. «Sí, es lo que intento decirte», le había respondido de cualquier forma, con una falsa indiferencia. Dejé de mirarlo cuando Anne se asomó entre los estantes que iba organizando, sumida en aquel mundo suyo donde ningún otro tenía lugar; bajaba, subía, quitaba y añadía libros con una maestría extraña. Ni siquiera debía haberse percatado de mi presencia y la simple idea me tocó dentro del pecho, como un pinchazo que me pedía retroceder. El leve sentimiento se aplacó tan pronto como hizo acto de presencia, se avivó en cambio el ánimo por escucharla, porque me viera más lejano de lo que los ojos podían ver. La enfermedad de la sensación era el motivo de los días posteriores de duda, una necesidad que había tomado forma casi de la nada. Anne llevaba puesto un vestido azul que fungía como un escudo contra mí, contra Adrien y contra cualquier que entrara a la liberaría. Vestía de azul y el cabello corto lo llevaba suelto; la encontré tan diferente a la del conservatorio, pero no pude saber a ciencia cierta qué era lo que había cambiado.

Adrien volvió a preguntarme si tenía algunos en mente. Por la inercia misma respondí que sí, que por supuesto. «Unos cuantos», le dije. Había pensado en la conversación de aquel día, una conversación donde fue mi monólogo interno lo único que salió a flote. Anne se mantuvo en silencio la mayor parte del tiempo, escuchándome y haciendo preguntas limitadas, donde avivaba el ánimo de diálogo pero mantenía el suyo sumido en un silencio de simple misterio. De cualquier forma, seguía recordándola sentada frente a mí, mirándome a los ojos y apenas moviéndose; recordaba el té que se enfrió en la mesa y al que no prestó atención nunca, recordaba como daba pasos lentos y cansinos cuando doblábamos las calles y aferraba las manos más al abrigo, como si temiera perderlo o quedarse sin la protección que le brindaba y que no tenía que ver de ninguna manera con el frío.

—Alex.

Ujum.

—¡Alex!

Adrien terminaba de apartar los papeles que antes tenía en frente y que parecían ocuparlo, ahora me miraba en cambio, con un nuevo intereses y me dio la impresión que sabía qué estaba pasándome por los pensamientos, que se reía de mí tras haberme descubierto mirándola. Por encontrarme terriblemente asustado, inmóvil y todavía en la distancia. Intenté disimularlo encogiendo los hombros y pasando la palma de la mano sobre la gabardina, limpiándole polvo inexistente.

—¿Crees que tarde se mucho? —pregunté medio señalando en dirección a Anne—. Ella sabe sobre los libros que quiero. No es nada personal contigo.

Adrien no solo sonrió sino que necesitó tomarse unos segundos para no carcajearse en mi propia cara.

—¿Quieres que te dé un consejo? Como amigos, no voy a cobrarte ni nada —salió del mostrador para ubicarse a mi costado y, desde ahí, ambos seguimos los movimientos de Anne dejando atrás la vergüenza de ser descubiertos—. Desiste de todo lo que piensas hacer.

—¿Qué? ¿Por qué?

—La conozco desde hace mucho tiempo, no va a salir contigo. No ha salido con nadie desde hace, no sé, ¿años? ¿Por qué tendría que ser diferente contigo?

—Ni siquiera se me había pasado por la cabeza. ¿Qué te hace pensar que iba a invitarla a salir? —dije, pese a que la respuesta suya me había dejado medio consternado. Sobre todo, a que no se equivocaba.

—Hm, déjame pensar. Quizá sea por el hecho que desde que llegaste no has dejado de mirarla, sumándole al hecho de que llevas repitiendo: «No puede salir mal, no puede salir mal». Lo cual es sumamente ridículo.

—¿Y qué pasa si tienes razón?

—Es una terrible decisión de tu parte.

—No hay razones para que lo sea.

Imité la postura de Adrien, en un falso intento por mantener fija la idea de que estaba relajado, que de ninguna manera lo que decía causaba un efecto adverso en mí. No pasó mucho cuando volví a preguntarme, en medio de su ideal de entendimiento, que hacía cuánto tiempo nos conocíamos. «¿Un par de semanas?», dijo, añadiéndole que el limitado tiempo compartido convertía la proposición automáticamente en una idea terrible. Traté de rebatirle la proposición diciéndole que mucha gente se iba a vivir junta apenas unas semanas después de conocerse, que se casaban incluso, que en cambio yo no quería irme tan lejos ni tan hondo. «Solo es una invitación», dije, «los amigos salen todo el tiempo». Adrien volvió a reírse, pero no había burla al mirarlo sino una franca honestidad que, incluso antes de que respondiera, ya me pesaban las palabras y sobre todo el silencio. «¿Y estás seguro de que son amigos?», me preguntó y no pude responderle. Ante mi mutabilidad, se tomó él de nuevo la potestad para hablar: «¿Estás seguro de que solo quieres ser un amigo?».




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