Dante

Prólogo

Dante era peligroso.

La mansión Della Rovere estaba escondida entre la alameda de robles donde nadie de nuestro pequeño condado se atrevía a entrar, pues innumerables desapariciones habían ocurrido desde la construcción de la casa, a finales del siglo XV. Era un lugar oscuro, tenebroso, aunque atractivo a su vez.

Ese mismo bosque era el único lugar de acceso a la iglesia gótica de altas torres y pináculos visibles desde cualquier punto de Aurumshire, y tal vez por eso nuestro pueblo no era demasiado devoto.

Sin embargo, a mí me gustaba recorrer el camino de tierra húmeda hacia el antiguo cementerio católico cada día, sentarme en lo alto del muro que lo separaba de la iglesia y dirigir mi mirada hacia aquella mansión medieval, reconstruida durante la época victoriana, en la que habitaba el único extranjero del condado, Michelangelo Della Rovere.

El único sacerdote en toda la iglesia, el padre Julius, que debía rondar los ochenta años, decía que, a pesar de su nombre italiano, el viejo Michelangelo había nacido en aquella misma casa, como todos sus antepasados a partir de Paolo Della Rovere —el primero de la familia en pisar tierras anglosajonas—, aunque todos nos empeñáramos en decir que era un forastero.

La familia de origen italiano tenía una capilla funeraria escondida entre las últimas tumbas, bajo un roble que debía haber sido plantado a la vez que se construyó el mausoleo y que todavía se sostenía en pie.

No me había acercado tanto como para poder observar lo que había en su interior, pues eso habría significado que me encontraba en territorio de los Della Rovere, y, según el padre Julius, podrían calificar mi intromisión como un acto vandálico, y yo ya podía ir a la cárcel.

Sin embargo, sabía a la perfección qué había allí. Eran veintitrés nichos, veintidós de ellos ocupados, como me había explicado el sacerdote, y, en cada uno, se encontraban las tumbas de todos los miembros de la familia, que, antes de la muerte del patriarca, habían descansado en una tumba común alejada del mausoleo, más cerca de donde yo me encontraba, lo que significaba que, si la mujer y los hijos no primogénitos del cabeza de la familia morían antes que él, eran enterrados en un mismo hoyo hasta que él fallecía. Bastante machista y anticuado, pero y yo qué sabía de las costumbres de los Della Rovere.

Había visto más de una vez la tumba común, y sabía que todavía había cadáveres bajo la lápida de mármol que servía de soporte para la escultura del roble de diez ramas, pues Michelangelo todavía seguía vivo.

Y eso me fascinaba sobremanera.

También me gustaba escribir. Mis padres decían que era una pérdida de tiempo, aunque yo estaba segura de que era mi verdadera vocación.

Mis tres únicas amigas, con las que ya había perdido el contacto, habían marchado de Aurumshire para ir a la universidad al cumplir los dieciocho, y yo, para vergüenza de mis padres, había decidido quedarme, con el apoyo del padre Julius, y trabajar en mi primera novela.

Por eso mismo me sentaba en lo alto del muro, con una libreta y la pluma de plata que me dejó mi abuelo en herencia, y no podía dejar de escribir, sin excepción, en horas. Me olvidaba por completo de todo lo demás, aunque a veces levantaba la cabeza para poder describir con exactitud el frondoso bosque que había más allá y el hermoso palacio de los Della Rovere, escenario de todas mis historias, ninguna de ellas terminada del todo.

Recuerdo aquel sábado veinte de octubre, bajo la suave llovizna de otoño, protegida por el ciprés a mis espaldas, cuando me sentí observada por primera vez en mucho tiempo.

Sabía que al padre Julius le gustaba salir a la puerta principal de la iglesia para observar cómo la lluvia caía sobre las lápidas, el romántico y tétrico escenario que nunca se cansaba de observar. Sin embargo, no era a mis espaldas a quien sentía a alguien, sino frente a mí.

Mi pluma se detuvo a mitad de la palabra "miedo", que, casualmente, era lo que sentía en aquel instante.

Nunca había nadie, y estaba segura de que pocos en el condado tenía las agallas para adentrarse en la salvaje alameda propiedad de los Della Rovere, por no decir ninguno.

Parecía que estuviera prohibido, como si fuera un delito el acercarse a la iglesia, que, decían, estaba poseída por el diablo.

Claro que sí.

Levanté la mirada lentamente, precavida. Tal vez había subestimado los rumores de mis vecinos chiflados.

Sin embargo, yo no vi a ningún demonio, a no ser que aquel chico de cabellos dorados y ojos color aceituna que me miraba con el ceño fruncido y cara de pocos amigos hubiera ascendido del infierno.

No pude evitar abrir los ojos exageradamente por la sorpresa. Nunca había visto a nadie tan bello como lo era él.

Claro estaba, Gavin Clarke, con su pelo castaño, su piel tostada y sus ojos marrones era el tipo de hombre por el que todas en Aurumham babeábamos, pero aquel sujeto era distinto.

Estaba apoyado en uno de los árboles junto a la entrada al cementerio, que estaba vallado de forma un tanto inútil, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza casi rozando la primera rama, lo que dejaba claro que aquel tipo, fuera quien fuese, era alto.

Tal vez tan solo estuviera a veinte metros de donde yo me encontraba, pero, debido a la molesta y persistente llovizna, me costó identificar las marcadas facciones de su rostro.

Tenía los labios gruesos y rojizos, y los ojos almendrados y marcados por unas gruesas pestañas que destacaban a distancia. Su mandíbula era afilada y destacaba el hoyuelo en su barbilla, terriblemente ideal.

Era, sin ir más allá, precioso, y yo estaba completamente alucinada por su inalcanzable belleza física.

Vi cómo, de pronto, una sonrisa ladeada se dibujaba en su fascinantemente perfecto rostro, tan arrogante como tan solo él podía serlo.

Fue entonces cuando me di cuenta de quién era.

Se me cayó la libreta al barro sin que yo pudiera hacer nada, sin creerme todavía que estaba frente al heredero de la fortuna Della Rovere, sobre el que el padre Julius tanto me había advertido, pues, según él, su familia era la responsable de las desapariciones y muertes ocurridas en el bosque. Y era mucho más atractivo de lo que me esperaba, para ser el sobrino de Michelangelo. Y más joven.




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