El viento agitaba con fuerza las hojas castañas de los árboles cuando salí de la iglesia, con el bolso colgado del hombro y el móvil entre las manos.
Estaba claro que yo no quería ir a buscar a Mandi Cooper, ni ser la primera voluntaria en ofrecerme para acompañar a la policía, pero algo me decía que, de algún modo, tendría que hacerlo.
Julius, al menos, había querido que ayudara. Aunque siempre había distintas formas de hacerlo, y no estaba entre ellas pasarme el día entero junto a un par de paletos con linternas y placa que me intentaran guiar por el bosque que yo ya me sabía de memoria.
Si era verdad que Amanda estaba en la alameda de robles que separaba las dos ciudades, iba a ser yo la que la encontrara.
Según el mapa de Julius, había una bifurcación no muy lejos de la entrada al cementerio, hacia el este, alejándome del pueblo. Para llegar a ella lo más sencillo era volver al camino principal, lo que significaría que debía volver en dirección a mi casa, pero yo no tenía tiempo que perder.
Miré el reloj plateado que rodeaba mi muñeca para comprobar que todavía no había empezado la incursión al bosque por parte de los policías de Aurumham y, acto seguido, bufé. Tan solo quedaba una hora y media para que empezara el tercer día de búsqueda exhaustiva por parte de unos desorientados que habían vetado la entrada a la alameda a todos los habitantes de nuestra pequeña ciudad hasta que se cerrara el caso Cooper, lo que me situaba en aquel momento en una zona prohibida.
Volví a mirar el mapa, segura de que podía ahorrarme los veinte minutos de caminata hasta el inicio del camino, y estaba claro que aquello era posible. Con el dedo índice dibujé una linea imaginaria bordeando el cementerio, en el cual había unas cuantas lápidas distribuidas sin demasiada exactitud, hasta llegar a una de ellas con un roble de diez ramas esbozado en su interior, la única que contaba con aquel detalle.
Hasta ella llegaba uno de los delgados caminos secundarios sin salida que partían del mismo que llevaba a la mansión Della Rovere, lo que significaba que podía seguir adelante y llegar a mi destino sin necesidad de volver atrás.
Sonreí, satisfecha, y eché un vistazo atrás para comprobar que Julius no me estaba observando desde la esbelta puerta de madera de la iglesia, como siempre hacía, porque lo que iba a hacer a partir de aquel momento no era demasiado ortodoxo.
Bloqueé el móvil y lo guardé en el bolso, lista para cometer mi primera ilegalidad del día.
Empecé a saltar sobre las tumbas más cercanas a mi posición cuando vi que el sacerdote no se encontraba allí, bordeando la pared que separaba el cementerio del bosque, sin desviarme de mi camino.
No era demasiado complicado moverse por allí. Las lápidas estaban lo suficientemente separadas para que no tuviera que pisar las tumbas, y el moho que se había formado alrededor de ellas debido a la incesante humedad del bosque no impedía que pudiera avanzar con naturalidad por aquel laberinto lleno de muertos.
Nunca me había atrevido a cruzar más allá de la fosa común de los caídos en guerra, un poco más allá de la tumba donde descansaban los parientes de Michelangelo Della Rovere, aunque era justo allí donde me dirigía.
Tenía tanto la nariz como las manos heladas y, a pesar de que mis botines marrones de tacón cubrieran mis pies, también tenía frío. El fino abrigo rojo sobre el vestido azul que cubría mi cuerpo intentaba evitar que la pequeña ventisca que agitaba las hojas de los robles no me calara hasta los huesos, por lo que era difícil no pensar en ello.
La temperatura de nuestro condado nunca era alta, y a mitades de otoño era complicado soportar el frío sin ir convenientemente abrigado.
Mis pensamientos se dirigieron rápidamente hacia la hija del alcalde. Era imposible que hubiera sobrevivido una noche en aquel gélido bosque vistiendo como ella lo hacía.
Si era cierto que no había estado nunca en Argentham, era imposible que estuviera viva. Y yo debía averiguarlo.
Me crucé de brazos, intentando así esconder mis manos para evitar que se congelaran todavía más, y aceleré el paso, esquivando y saltando sobre las tumbas, confiando ciegamente en mi equilibrio y en que la torpeza heredada de mi padre no me fastidiara aquel momento.
No tardé demasiado en llegar a la lápida del roble dibujado. Bajo ella estaban Diana y Gian Della Rovere, mujer e hijo de Michelangelo, ambos muertos en un accidente en el puente que separaba nuestro condado del de Sussex, sobre el afluente en el que todavía yacían los cristales rotos del vehículo.
Rodeé la lápida en forma de cruz para colocarme justo al otro lado, mirando en dirección al bosque.
Los árboles de espesas hojas ocultaban a la perfección lo que se encontraba más allá de mi posición, aunque allí debía estar el camino que debía seguir para adentrarme en la alameda.
Giré ligeramente mi cabeza para echar un vistazo a la placa conmemorativa que había sobre la fosa común de los caídos en guerra, que recordaba la catástrofe de las bombas caídas en Argentham, ahora la ciudad más próspera de los alrededores.
Tras ella, tan solo había un terreno llano, con algún que otro árbol de hoja perenne y siempre verde, y, por supuesto, escondido en la incesante vitalidad del pequeño territorio, se encontraba el mausoleo de los Della Rovere, donde nadie estaba autorizado, bajo ninguna circunstancia, a acercarse.
Volví a dirigir mi mirada hacia al bosque, apoyándome en la cruz, analizando mis posibilidades. No había ningún camino marcado, al menos, visible, y las primeras gotas de lluvia habían comenzado a advertir que una inquietante tormenta estaba por llegar.
Volví a mirar el reloj, dándome cuenta de que en menos de una hora los policías penetrarían el bosque en búsqueda de Amanda Cooper, y sería algo decepcionante que me encontrasen a mí, viva, en su lugar.
Decidida, salté la pequeña pared que separaba en cementerio de la arboleda. Ya no había por qué echarse atrás.
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Editado: 01.10.2020