Dante

4. Él

Me tiré en la cama sin quitarme los zapatos, con la mirada fija en en techo y sin poder dejar de pensar en aquella noche.

¿Acaso debía ir a declarar que había visto a Amanda Cooper por última vez en el bosque y todavía estaba viva?

Me sentía en parte responsable de la información que tenía en mi poder y que no había compartido hasta el momento, aunque, a decir verdad, nadie me había empujado a hacerlo.

Oí a mi madre gritar algo desde el recibidor, donde se encontraban las escaleras que llevaban a mi habitación, pero no le hice caso. Nunca lo hacía.

Me incorporé. Mi bolso estaba tirado sobre mi escritorio lleno de bolígrafos y papeles, tan desordenado como solo podía serlo el mío.

Gateé sobre la cama hasta que pude alcanzar el bolso y lo atraje hacia mí, soltándolo sobre el mullido edredón de flores antes de rebuscar en él. Tenía que documentar mis últimos recuerdos, pues tal vez servirían para poder desarrollar mi novela.

Sin embargo, no encontré lo que buscaba.

Empecé a entrar en un pequeño ataque de pánico a la vez que vaciaba todo el interior de mi pobre bolso y lo esparcía todo por la cama, con el corazón tan acelerado que me dolía el pecho.

—No, no, no —murmuré.

Pegué un grito a la vez que lo lanzaba todo al suelo, sin preocuparme del estruendo que acababa de causar.

¿Dónde estaba mi maldita libreta?

Me levanté y, cuando lo hice, el tacón de mi botín me traicionó, provocando que me desestabilizara y casi volviera a caer.

Caer.

«Joder».

Recogí mi abrigo del montón de ropa que vestía la silla de mi escritorio y salí de mi habitación tan rápido como pude.

Bajé las escaleras de dos en dos, sin preocuparme por tropezar. Nada en ese momento me preocupaba más que regresar al punto en el que me había cruzado con Dante Della Rovere, el único en el que se me podía había caído la libreta.

—Barbie, ¿a dónde vas? —preguntó mi madre desde el salón, sentada en su butaca de preferencia, la más cercana a la chimenea de leña que aromatizaba toda la casa, sin excepción.

No me detuve ni un segundo, ni siquiera para echarle un vistazo, sino que salí por la puerta principal, dando un fuerte portazo, sin desviarme de mi camino.

Aceleré el paso cuando ya me estaba acercando a la cinta policial que separaba la ciudad del bosque, lista para seguir mis huellas sobre la tierra todavía húmeda hasta donde se encontraba mi libreta, lo único que me importaba en aquel momento.

—¡Barbara De'Ath, lo que estás a punto de hacer está prohibido hasta nuevo aviso! —chilló una voz algo aguda para tratarse de la de un hombre, aunque tan característica como sólo podría serlo la suya. Apreté los puños, dispuesta a hacer oídos sordos y pasar por debajo de la cinta sin prestarle atención al sheriff, aunque él no iba a permitírmelo—. Ni se te ocurra saltar. Es peligroso.

Giré la cabeza lentamente. El sheriff Rees había bajado de su coche y estaba apoyado en la puerta, frente a su casa, mirándome con desaprobación.

¿Qué le importaba a ese hombre lo que yo hiciera con mi vida?

—Me he dejado algo —dije, señalando el interior del bosque. Para qué mentir.

Grant Rees negó con la cabeza y me hizo un movimiento con la mano para que volviera para atrás.

—No tendrías que haber entrado. Ya conoces la prohibición —pronunció, autoritario.

Hice rodar mis ojos. Como si fuera la única que se saltara normas en Aurumham.

—¿Y por qué los Della Rovere pueden merodear por la alameda y yo no? ¿Acaso ellos no están en peligro, también? —vacilé, cruzándome de brazos.

El sheriff volvió a hacer un gesto con la mano para que fuera en su dirección, pero yo me quedé allí, quieta, esperando a que se diera por vencido.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un buen rato, desafiantes. Finalmente, desistió, soltando un sonoro bufido que no intentó ocultar.

—Porque esos son sus terrenos. Si están en su casa, no podemos prohibirles que merodeen por allí —respondió con obviedad, cerrando la puerta del coche con violencia y subiéndose a la acera.

Estaba claro que no iba a dejarme en paz hasta que retrocediera.

Llevaba más de doce años yendo sola hacia la iglesia, siguiendo el camino que se había formado entre los robles y nunca me había pasado nada. Jamás.

Ni siquiera cuando Loyd Rees fue asesinado entre los diez troncos más antiguos de la alameda tuve miedo de corretear por la tierra siempre húmeda hasta llegar al cementerio, el único lugar en el que encontraba realmente la paz.

Me crucé de brazos y empecé a andar en dirección a mi casa. Estaba segura de que si esperaba un par de minutos hasta que el sheriff hubiera entrado en su casa y no tuviera nada más que decirme podría volver a intentarlo. Tan solo tenía que esperar.

La primera gota cayó sobre mi mano, y la siguiente en la punta de mi nariz.

Empezó a llover suavemente, mojando rápidamente toda la calzada en cuestión de segundos, aunque Grant no se movió ni un milímetro hasta que me vio frente a la puerta, dispuesta a tocar el timbre, algo que no iba a hacer.

El sheriff dio por concluido su trabajo y se dio la vuelta para andar a paso tranquilo hacia su casa, pasando por su maltratado jardín delantero sin detenerse, completamente empapado.

La lluvia ya era intensa y el primer rayo había iluminado el oscuro cielo que cubría Aurumham, aunque eso no me iba a detener.

Vi a mi vecino entrar en su casa, echando un último vistazo atrás, y supe que era el momento de volver a intentar cruzar la cinta policial.

Un trueno acompañó el momento en el que volví a bajar el escalón que separaba mi portal de la acera. Dirigí mi mirada hacia la casa de los Rees y, sin titubear, volví a dirigirla hacia mi destino.

Me detuve, viendo la figura de un hombre con una gabardina casi tan oscura como su cabello parado entre los dos primeros árboles.

Mi primera reacción fue dar un paso adelante hacia aquel sujeto, incitándolo a hacer lo mismo.




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