En Aurumham era difícil encontrar a un extranjero. No era un destino turístico, ni mucho menos, tan solo una pequeña ciudad levantada alrededor de cuatro bastas calles principales en las que yacían repartidas un par de casas a distintas alturas, y tan solo desde las que estaban en la misma vía que la mía se podían visualizar los pináculos de la hermosa mansión en la que vivían los Della Rovere, aunque hasta aquel momento pensaba que Michelangelo era el único.
Desde niños nos habían dicho que no podíamos subir a aquel castillo de princesas, pues era más oscuro y tenebroso que el mismísimo infierno y eso era lo único que yo quería averiguar, por encima de todo, a pesar de que nunca me hubiera atrevido a adentrarme tan profundamente en el bosque. Aunque ahora que tenía el mapa del libro de Julius, nada podría detenerme.
Escapé de las preguntas carecientes de interés de mi madre en cuanto pude, nada más la tormenta cesó y los rayos ya no eran un peligro para nadie en el pueblo. Ella seguía sentada en su butaca, con la manta sobre las piernas y peligrosamente cerca de la chimenea de leña, con su ordenador portátil sobre los muslos y la calculadora entre las manos.
Llevaba un par de semanas enferma y había perdido bastante energía, aunque eso no la detuvo en ningún momento para seguir con su trabajo, y es que era real que nunca había visto a nadie amar tanto su profesión como ella lo hacía.
Salí de casa como una exhalación, en dirección al Golden Caffé, uno de los pocos lugares que me trasmitían una extraña paz dentro del propio ruido de la cafetería.
Cuando mis amigas todavía vivían en Aurumham, solíamos pasarnos las tardes frías de invierno tomando café y permitiendo que Venus hablara sobre sus increíbles aventuras amorosas sin cesar, ninguna de ellas real del todo. Diana, Prudence y yo nos quedábamos en silencio, escuchando la voz grave de nuestra amiga rubia mientras nos calentábamos las manos con nuestras tazas de latte machiatto.
Echaba de menos aquella época, casi tanto como a ellas. Tenía la esperanza de que algún día volvieran a nuestra pequeña ciudad y reunirnos de nuevo, aunque nuestro contacto ya fuera escaso.
El Golden Caffé se encontraba en la Payne Lane, bordeando la plaza mayor, a unos veinte minutos de mi casa. Había encontrado un atajo por una de las calles secundarias, donde tan solo había una clínica dental y una tienda de artículos sexuales, y nunca estaba tan transitada como la plaza, el centro de toda nuestra ciudad.
La cafetería estaba al fondo de la calle, con un toldo dorado desgastado por los años que había adquirido un tono amarillento poco atractivo y unas cristaleras inmensas que permitían observar todo el interior del local desde fuera. Había un par de bicicletas apoyadas en las paredes, probablemente de los chicos que acababan de salir del colegio y se detenían para tomarse un chocolate caliente con nata montada y canela, su única motivación por el momento.
Antes de empujar la pesada puerta de cristal, me detuve a observar los carteles que la llenaban por completo. Algunos eran publicitarios, aunque los que más abundaban eran los de Amanda Cooper, cuya imagen sonriente aparecía bajo el título "¿Has visto a mi hija?".
Me mordí el labio y decidí entrar. El olor a café impregnaba todo el lugar, así como el ruido incesante de la cafetera antigua y los murmullos de los siete niños que rodeaban la mesa más grande de la cafetería.
Como era habitual a aquellas horas de la tarde, no había prácticamente nadie. Estaban los chicos del colegio privado con sus uniformes blancos y amarillos y también unas cuantas chicas del instituto público, que no debían superar los dieciséis años, cuchicheando y señalando a la única persona que estaba sentada sola, en la barra, vestido de una manera extravagante y con una boina negra cubriendo su cabeza.
Tenía la espalda ancha, aunque estaba visiblemente delgado, y removía sin ganas su latte machiatto, al que le rodeaban seis sobres de azúcar ya vacíos.
Me acerqué a la barra, sentándome en el taburete que había a la derecha del suyo, desde donde pude ver la palidez de su piel y lo rosados que eran sus labios.
Era un chico curioso, cabía decir. Tenía los cabellos oscuros, frondosos como el bosque en una oscura noche sin luna y unas facciones poco marcadas, aunque con una intrigante mandíbula afilada.
Tenía las orejas agujereadas, al menos la derecha, con tres piercings, dos de ellos pequeños y discretos y el otro largo, extravagante, como su sola presencia.
Tenía rasgos asiáticos y los ojos ligeramente delineados en un tono oscuro, destacándolos todavía más.
No sabía de dónde había salido, aunque tampoco iba a preguntárselo.
—¿Qué vas a tomar, Barbara? —me pregunto Violet Birdwhistle, la segunda y última persona que formaba el grupo de Mandi.
El excéntrico joven se giró hacia mí, tal vez sintiéndose observado, y yo aparté la mirada tan rápidamente como pude.
—Un latte machiatto —me apresuré a decir, fingiendo que no veía de reojo cómo el joven de ojos rasgados me miraba con cara de pocos amigos.
«Mierda».
Me recogí un mechón detrás de la oreja, intentando disimular. Tenía que hacer algo, rápido.
Se me ocurrió sacar la libreta de mi bolso y colocarla sobre la barra de madera en un solo movimiento, y, justo después, agarrar mi pluma estilográfica y dejarla sobre una de las hojas, ya pintada.
—Está mojado —dijo él con un perfecto acento inglés, aunque muy tosco.
—Ya, es que estaba lloviendo —respondí rápidamente, mirando las hojas arrugadas de mi cuaderno.
Él chasqueó la lengua, como si le hubiera molestado que le contestara.
—La mesa. Hay café derramado en la mesa —detalló, haciéndome sentir estúpida.
Le eché un vistazo rápido solo para comprobar que tenía el rostro más serio e indiferente que había visto jamás. Parecía no expresar ni una sola emoción, como si eso no formara parte de su naturaleza.
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Editado: 01.10.2020