Dante

9. Suenan las campanas en el infierno

—Aquí está mi hermana —murmuró Gavin, señalando con su linterna, inútil a aquellas horas de la mañana, la lápida más nueva y radiante, cercana a la fosa común de los caídos en guerra, probablemente la única que tenía flores frescas sobre la tumba.

Ambos nos detuvimos un par de segundos, sin decir nada, tan solo observando el lugar en el que reposaba la primogénita de los Clarke, que murió exactamente la misma semana que Loyd Rees, aunque su cuerpo no fue encontrado. O no del todo.

Julius me dijo que había enterrada allí su cabeza, lo único que habían logrado rescatar de las entrañas del bosque durante su búsqueda.

Bajé la mirada para leer la inscripción gravada sobre la piedra. «Lorelei Beatrice Clarke. 1991–2009. Estimada hermana, hija y madre».

Di un paso atrás, aunque sin separarme demasiado de Gavin, que parecía absorto en sus pensamientos.

Lorelei nunca había llegado a dar a luz. Estaba de cinco meses cuando desapareció, aunque nadie parecía haberse enterado de ello hasta que Dean Parker, su novio por aquel entonces, lo reveló todo a la policía.

—Deberíamos seguir buscando —sugirió Gavin, apartando rápidamente la mirada de la tumba, aunque sin poder ocultar sus ojos llorosos.

Él era el que le llevaba flores cada lunes a mediodía. Julius decía que, a veces, se pasaba horas observando la lápida, como si aquello fuera a devolver a su hermana a la vida, y, tras horas de silencio total, se levantaba, recogía su placa y su pistola, y volvía al pueblo, nunca cuando ya había anocheciendo.

—¿Crees que debemos ir más allá de la fosa común? —pregunté, deteniéndome al ver sus intenciones, mientras él avanzaba directamente hacia el mausoleo de los Della Rovere, a no más de cinco minutos andando desde allí.

—Con lo cotilla que eres, no deberías poner ninguna pega. Tenemos una orden judicial que nos permite buscar a Mandi entre todas las limitaciones del bosque.

Asentí con la cabeza y continué con la marcha.

Salimos del cementerio, por donde llevábamos unos veinte minutos merodeando, tras cruzar la placa conmemorativa que lucía con honor los once nombres de los soldados de Aurumshire que perdieron la vida durante los bombardeos a nuestro condado durante la Segunda Guerra Mundial, el propio límite que yo me había marcado tras las advertencias de Julius.

—Deberíamos haber ido donde yo decía —gruñí, a medida que nos adentrábamos de nuevo en el bosque.

Gavin negó con la cabeza.

—Yo ya ni entiendo cómo te he podido convencer —gruñó entre dientes.

Me crucé de brazos, intentando mantener el calor de mi cuerpo. Parecía que cuanto más nos adentrábamos en el bosque, más gélido era el ambiente.

La oscuridad que los robles más unidos formaban, opacando el tenue sol matutino casi por completo, parecía empezar a consumirnos a cada paso que dábamos.

Seguí la luz que la linterna de Gavin proyectaba en el suelo, aunque me di la vuelta un par de veces, viendo cómo nos alejábamos de la luz natural que iluminaba la iglesia al completo.

Estuvimos en silencio durante la travesía, oyendo las ramas crujir bajo nuestros pies y cómo mis dientes castañeaban por el tiriteo que el frío me provocaba.

Gavin alzó el brazo izquierdo de pronto, parándose en seco, sin girarse hacia mí. No me dio tiempo casi a reaccionar, pues iba pegada a él para no perder su rastro, y choqué contra su espalda, provocando mi caída.

Apagó su linterna, aunque no se dio la vuelta para ayudarme. Gruñí entre dientes y le maldije por lo bajo antes de apoyar mis manos sobre la tierra húmeda y desagradable y me levanté como pude, con el cuerpo lleno de barro.

—¿Por qué te has parado, imbécil? —pregunté con rabia, intentando limpiar con mis manos el fango que se había quedado impregnado en mi abrigo rojo.

Él movió la mano hacia abajo, tal vez para que bajara el volumen.

Miré por encima de su hombro para comprobar que lo que estaba observando valía la pena como para que me hubiera hecho caer al suelo, aunque allí tan solo vi un claro del bosque en cuyo centro se hallaba un edificio construido a imagen de un templo romano, cuya entrada recordaba a la de la mansión Della Rovere y en cuya cornisa se encontraba la imagen de un roble de numerosas ramas esculpido al detalle.

Las columnas de los laterales estaban adosadas a un muro que impedía ver el interior del templo, aunque yo ya sabía frente a qué estábamos. Aquella era la tumba de todos los patriarcas de la familia italiana que habitaba en los bosques, la única a la que nunca me había acercado, pues nadie me lo había permitido hasta aquel momento.

—Venga, vamos —le dije a Gavin, viendo que él no tenía intenciones de avanzar, intentando rebasar su posición.

En un rápido movimiento me agarró con fuerza del brazo, impidiéndome moverme.

Me giré hacia él indignada, intentando deshacerme de su mano, aunque eso no estaba en sus planes.

Su mirada estaba fija, casi perdida, en el mausoleo. Parecía paralizado ante la simple imagen de la construcción, y su rostro, serio y a la vez asustado, reflejaba el miedo que avanzar hacia aquel lugar le producía.

Recordé de pronto a su hermana. La habían encontrado justo allí, en aquel lugar, y era muy probable que él lo hubiera visto. Parecía estar reviviendo una pesadilla que le estaba consumiendo.

—Hey, ¿estás bien? —le pregunté, poniendo mi mano libre sobre la suya, que todavía no me había soltado, para ayudar a liberarme.

Él tragó saliva con dificultad y asintió con la cabeza, aunque no demasiado convencido.

—Vamos, Gavin, no te quedes allí parado. Hemos venido a buscar a tu novia —le recordé, aunque omití que podría estar ya muerta.

Yo la había oído en los territorios de Michelangelo, estaba segura, y, si seguía con vida, no había otro lugar en el que pudiéramos estar donde la encontráramos.

El policía me soltó, al fin, y colocó una mano sobre su pistola, prevenido, aunque no sabía exactamente de qué. Tan solo esperaba que no me disparara a mí.




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