Dante

13. El graznido del cuervo

Julius dejó el libro que sostenía entre sus manos sobre la mesa mientras se sentaba frente a mí, arrastrando la pesada silla de madera por el desgastado suelo de la biblioteca.

—Hoy es el funeral —me dijo, señalándome con la barbilla, intentando captar mi atención.

Hice una mueca, aunque no aparté la mirada de la pantalla de mi teléfono, observando aquella fotografía oscura, analizando cada detalle.

—El alcalde Cooper lo hizo público anteayer —murmuré, agrandando la imagen para centrarme en aquella figura.

El padre Julius chasqueó la lengua. Era el primer día en prácticamente una semana que abría las puertas de la iglesia, y todavía no me había dado una razón válida para justificar el hecho de que se hubiera encerrado en aquel frío lugar, sin contestar ninguna de las mañanas a mis llamadas.

—Barbara, por favor, mírame —suplicó, extendiendo el brazo para alcanzar mi mano. Yo la aparté al instante—. Te dije que esa familia es peligrosa. Nadie está a salvo en este bosque mientras ellos estén aquí; recuerda lo que le ha pasado a Amanda.

Negué con la cabeza. Habían peinado todo el bosque durante los últimos cuatro días, los mismos que hacía que no veía a ninguno de los hermanos Della Rovere, y no habían hallado ninguna otra prueba que relacionara el asesinato de Mandi con nadie del pueblo, a parte del pendiente que había devuelto a Violet aquella misma tarde en la que se lo quité.

No había huellas de ninguno de los Della Rovere en él.

—He hablado con todos y cada uno de ellos. No son peligrosos, tan solo... Especiales —afirmé, sin perder de vista la pantalla de mi móvil—. Sobre todo Alessandro.

El sacerdote frunció el ceño.

—¿Alessandro?

Asentí con la cabeza, intentando no pensar demasiado en él.

—De todas formas, da igual. Dante toqueteó el pendiente de su hermano casi tanto como yo, y en él solo estaban registradas mis huellas y las de Violet. Las demás no coincidían con ninguno de los registros de la policía —apunté, sin mirarle.

Seguí prestando atención a la fotografía que ocupaba toda la pantalla de mi teléfono. Todavía no comprendía cómo había logrado salir airosa de haberla hecho.

Mandi Cooper yacía en la fría camilla de metal, con la piel pálida y morada en ciertos puntos, tapada hasta el cuello, rajado desde la altura de la oreja izquierda hasta el final de la mandíbula por la parte derecha en un corte limpio y profesional.

Empecé a describir sus ojos abiertos y sin vida, sin perder detalle de los moratones que se hallaban cerca del hueso de su pómulo, dándole un aspecto tétrico y desagradable.

—Barbara, por favor, ¿puedes dejar eso? No comprendo siquiera cómo lo has conseguido —pidió el sacerdote, mirándome con disgusto, arrugando la nariz, como siempre lo hacía mi abuelo.

Puse los ojos en blanco y bloqueé la pantalla del móvil. Solía acudir a la biblioteca del claustro de la iglesia por la habitual tranquilidad que la caracterizaba, aunque, visto el empeño del padre Julius en distraerme, lo único que me estaba aportando aquel lugar era aburrimiento, más que paz.

—Le pedí al sheriff Rees si podía ver a Amanda una última vez, ya sabes, por lo de mi libro —argumenté, señalando mi destrozada libreta como si aquello pudiera considerarse una novela—. Me acompañó hasta la morgue, donde la doctora Talbot empezó a ligar con él de una manera descarada, y aproveché para sacarle una foto. No tengo tan buena memoria como para acordarme de todos los detalles de un cadáver, así que supongo que eso me justifica.

Julius se masajeó las sienes, intentando asimilar la información, suspirando. Él siempre me había apoyado cuando la curiosidad me dominaba, y no me había permitido jamás pensar que eso me convertía en una entrometida. A pesar de ello, su rostro, en aquel momento, mostraba todo lo contrario.

—No deberías de haberlo hecho —susurró, intentando reñirme por ello, aunque yo no me di por aludida.

—Amanda ya está muerta. No le va a a molestar que utilice su cuerpo para fines literarios —aclaré, intentando quitar hierro al asunto.

El cura negó con la cabeza y agarró su libro, intentando obviar mis palabras.

Puesto que él no parecía dispuesto a seguir conversando, ambos nos quedamos en un frío silencio que me permitió volver a centrarme en la escritura.

Tenía que enlazar la narración sobre el brutal asesinato de Mandi Cooper con el poema halagador sobre Dante Della Rovere de alguna forma, aunque siguiera sin comprender el papel que él podía desarrollar en la historia.

Apoyé la punta de la pluma estilográfica sobre el papel, dejando una pequeña gota de tinta sobre él y empecé a deslizarla lentamente, concentrada en lo que quería expresar, intentando que las ideas que rondaban mi cabeza fueran coherentes.

Sin embargo, ese momento de paz no duró demasiado.

El sheriff Rees, acompañado por un Gavin cabizbajo y con las mejillas sonrosadas, abrió con violencia la gran puerta de madera de roble de la biblioteca, provocando un estruendo innecesario en todo el lugar.

—¡Por Dios y la Virgen María! —gritó Julius, llevándose una mano al pecho tras saltar en su asiento.

El sheriff se llevó una mano a la boca para ocultar su sorpresa tras el golpe, siguiendo con la mirada la trayectoria de la puerta.

Gavin agachó la cabeza todavía más, si eso era posible.

Dejé mi pluma a un lado para juntar mis manos bajo la mesa, preparada para lo que fuera por lo que me dijeran. Probablemente se hubieran dado cuenta de que había tomado la fotografía, y estaba segura de que eso no era del todo legal.

—Lo siento, padre, no pretendía que pasara eso. La puerta es más ligera de lo que creía —murmuró el padre de Olivia, consternado.

El hermanastro de mi abuelo se abanicó con la mano, intentando recuperar el color. Parecía completamente ido.

Yo sonreí, intentando aparentar tranquilidad pese a que casi se me hubiera salido el corazón del pecho.




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