Dante

18. La muerte sucumbe al éxtasis

Tanto Violet como Olivia habían echado a correr antes de que a mí me diera tiempo a reaccionar.

Tal vez había sido un gesto cobarde por su parte, pero era del todo comprensible. Es decir, acababámos de oír un disparo y nosotras estábamos en un lugar en el que no debíamos, así que probablemente no tendríamos que haberlo oído.

Sin embargo, yo me quedé inmóvil, mirando en dirección al pasadizo de robles que llevaba al claro del bosque, a pesar de que, desde mi posición, no podía ver nada.

O eso me creía yo.

Tras el disparo, lo único que se habían oído eran los aleteos de los pájaros que huían de aquel lugar, aterrorizados, casi tanto como lo habían estado las dos amigas de Mandi Cooper.

El silencio había consumido la alameda y lo único que parecía recordarme que seguía allí y no en una especie de trance era el fuerte latido de mi corazón retumbar en mis oídos.

Y, en ese momento, lo vi.

Era una figura alta y delgada que se movía a una extraordinaria velocidad, como una liebre, aunque estaba claro que se trataba de una persona.

Se movía entre los árboles con agilidad y, hábilmente, saltaba los obstáculos que se interponían en su camino a través de los robles. No tardé en perderlo de vista, aunque no pude evitar que un impulso me hiciera empezar a correr en la misma dirección.

Debía parecer estúpida, intentando alcanzar a un ser muchísimo más rápido que yo y con una resistencia infinitamente mayor, aunque conseguí, tras estamparme con algunas ramas y sentir que la naturaleza salvaje no estaba hecha para mí, llegar al mismo lugar por el que había pasado aquella persona. Y lo supe porque había un recorrido de sangre que seguía una única dirección.

No perdí demasiado el tiempo en pensar en las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, porque, cuando quise darme cuenta de que tal vez aquel era el asesino, ya había esquivado el primer arbusto y había recorrido más bosque del que conocía.

No estaba en ninguno de los caminos principales ni secundarios de la alameda, sino cruzando los robles, sobre la tierra sin trabajar, descuidada, llena de matojos dañinos y tan solo como guía las gotas de sangre que manchaban el terreno, que cada vez iban siendo más abundantes.

Estaba a punto de morir de un infarto. No había hecho ninguna clase de deporte desde el colegio y tanto mis piernas temblorosas como la falta de aliento me estaban recordando que no estaba hecha para correr.

—¡Mierda! —grité, cuando mi pie derecho tropezó con lo que supuse que era la gruesa raíz de uno de los robles más grandes, provocando que me cayera de bruces y mi rostro se arañara con los tallos de una mata.

Maldije por lo bajo mi torpeza y limpié mis manos en mi jersey de cuello alto, antes de tocar mi mejilla en búsqueda de mi más reciente herida.

Al parecer, me había hecho tres arañazos en la mejilla derecha, y uno de ellos sangraba más que los demás.

Mis dedos se habían manchado ligeramente del líquido rojo y, sin dejar de mirarlos, me levanté, sin olvidarme de mi bolso, que, lleno de tierra, seguía conservando todo lo que había en su interior.

Me di la vuelta para comprobar la raíz que me había hecho caer cuando descubrí algo mucho peor que parte de un enorme árbol centenario.

Allí, tendido en la tierra húmeda de la alameda, se encontraba el cuerpo inerte de Valentino Della Rovere, con su cabello negro empapado de su propio sudor que caía por su rostro angelical. Parecía un bello niño febril, mucho más que un hombre con la camisa rota y ensangrentada.

Lancé mis pertenencias al suelo antes de arrodillarme junto a él, recogiendo su rostro entre mis manos para comprobar que su piel estaba fría como el témpano, aunque sus labios todavía no habían perdido el color rosado que los caracterizaba.

—Valentino, eh, despierta —le dije, agitándolo ligeramente.

Mi mirada se dirigió inevitablemente a la inmensa herida en la parte baja de su abdomen, que no paraba de sangrar en abundancia, y supe que era a él al que había estado siguiendo todo aquel tiempo.

Gavin había disparado a un Della Rovere.

No dudé en llevar dos de mis dedos a su cuello para poder comprobar si seguía con vida, pero, por mucho que lo intenté, no pude encontrar en su pulso nada que fuera normal.

Su corazón latía dos veces cada diez segundos.

Me aparté y me agaché para pegar mi oreja a su pecho. Estaba respirando, al menos, aunque su pulso seguía siendo exactamente igual que cuando lo había tomado de su cuello. ¿Acaso estaba al borde de la muerte?

Me incorporé ligeramente y volví a agarrar su rostro entre mis manos, llamándolo una vez más, aunque sin respuesta.

Me atreví a levantar su camisa por encima de su ombligo, dejando al aire sus ligeramente marcados abdominales y su pálida piel ahora manchada de sangre.

La protuberancia de la herida era mucho más grande que la bala que le había atravesado. Su piel estaba desgarrada, y se podía ver el tono rojizo de su carne sobresaliente de su cuerpo.

Los alrededores de la herida eran venosos y se estaban volviendo del mismo tono morado que el corte en el cuello de Mandi Cooper aquel día tumbada en la camilla de metal de la morgue.

No pude reprimir una arcada, y me giré para vomitar sobre uno de los arbustos mi triste desayuno, dejándome un sabor agrio y un horrible ardor en la garganta.

Mis ojos se habían llenado de lágrimas en aquel momento y, tras limpiarme los labios con la manga de mi jersey, volví a arrodillarme junto a Valentino.

¿Qué podía hacer? Si empezaba a gritar tal vez la policía me oiría, aunque también me estaba arriesgando a que alguien más lo hiciera. ¿Qué pasaría si realmente había un asesino escondido en aquellas dos hectáreas de bosque y yo me encontraba allí, sola, junto al cuerpo yacente de Valentino Della Rovere?

Cerré los ojos y tomé aire antes de volver a mirarlo. Él siempre era tan pulcro, tan perfecto, que verle allí, tendido en el suelo, cubierto de sangre y sudor me estaba poniendo realmente enferma.




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