Aparté a Julius a un lado de un empujón, llena de rabia. Estaba segura de que él había sabido el secreto de los Della Rovere por más tiempo del que yo me podía imaginar y lo único que me había dicho había sido «ten cuidado», como si yo fuera a verme afectada por aquellas dos palabras.
Había sido culpa suya que hubiera empezado a buscar a Amanda Cooper, tras haberme ofrecido el libro que contenía el mapa del bosque, y había insistido en que debía hacerlo por el bien de mi novela, aunque, ¿y qué sabía él de lo que estaba escribiendo?
Había empezado a pensar que me merecía haber sido mordida por un maldito vampiro como en una comedia romántica demasiado cutre para ser adaptada en los cines por ser demasiado cotilla y metomentodo, pero nunca habría conseguido averiguar absolutamente nada de no ser porque él, Julius De'Ath, me había dado los medios para saciar mi curiosidad.
—Barbara, por favor, vuelve aquí y hablemos —pidió con su voz cascada por el tabaco, saliendo de la habitación en la que Alessandro me había dejado cuando todavía estaba paralizada.
—Yo no tengo nada que hablar contigo —espeté, girando la cabeza para echarle un vistazo, a medida que iba avanzando por el claustro de bóvedas de abanico inglesas, que tan solo podía disfrutar Julius, el único religioso en toda la parroquia.
Volví mi mirada al frente, segura de que él no iba a seguirme. Era de las pocas personas que lograban darme privacidad y era lo único que necesitaba en aquel momento si quería hacerlo bien.
Di un rodeo innecesario para llegar a la biblioteca, cuyas puertas de madera permanecían cerradas al exterior, y, sin esperar que nadie me detuviera, las empujé a ambas para poder adentrarme en aquella gran sala repleta de libros.
Ni siquiera me detuve a observar en desastre que había sobre las dos únicas mesas de la inmensa biblioteca, de las más antiguas y destacadas de toda Europa, pues yo ya había fijado mi mirada en aquella estantería que cubría absolutamente toda la pared desde el suelo de madera hasta el techo abovedado que caracterizaba todo el monasterio.
Avancé con una asombrosa velocidad hacia allí, segura de lo que podía encontrar, y, con la mirada, busqué aquel tomo de forro color borgoña que Julius me había mostrado el primer día de mi exhaustiva e inútil búsqueda de Amanda Cooper.
Pasé mis dedos por los lomos de los libros que reposaban en el estante que quedaba ligeramente por encima de mi cabeza, sin dejar de observar con detención lo que hacía, hasta que mi dedo meñique rozó aquella tela rugosa debido al paso del tiempo del mismo color que la espesa sangre que tanto Dante como Valentino me habían hecho tragar.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en aquel último, recordando su inexpresivo rostro y su arduamente reconocible estado de ánimo en todo momento, tan misterioso como inexplicablemente atrayente.
Sentí mi corazón acelerarse precipitadamente, a la vez que recordaba las últimas palabras de su pervertido hermano antes de desparecer: «has despertado su deseo sexual».
Me maldije a mí misma por estar pensando en aquello, y agité mi cabeza intentando borrar de mi mente aquellos perfectamente definidos labios y su increíblemente marcada mandíbula, así como sus adorables ojos almendrados y sus manos grandes y de dedos largos y suaves al tacto.
—Mierda, te odio —murmuré, sintiendo una inexplicable presión en la parte inferior de mi abdomen y un estúpido calor extendiéndose por todo mi cuerpo al pensar en Valentino Della Rovere.
Agarré el tomo, intentando dejar de pensar en la belleza de aquel vampiro que posiblemente me había drogado, y me dirigí a la mesa más cercana a mi posición, sin prestar atención al chasquido que hacía la puerta al abrirse.
Julius, silencioso, avanzó hacia mí, sin dejar de observar lo que tenía entre mis manos con cierto nerviosismo, como si estuviera a punto de leer su diario.
—Siento haberte ocultado parte de la información —comentó, apresurándose hacia mí, intentando distraerme.
No iba a conseguirlo.
—No te atrevas a decirlo como si fuera un pequeño detalle que se te había olvidado mencionar. Son vampiros, Julius. Vam-pi-ros. Hay tres jodidos Edward Cullen en este maldito bosque del diablo, uno de ellos casi me mata esta puta mañana, otro me ha drogado como el culo y me ha paralizado y el mismo que casi me ha asesinado ha provocado que me ponga cachonda cada vez que pienso en él. ¿Sabes qué es eso, joder? —rugí, evidentemente enfadada, mirando al hombre que más me recordaba a mi abuelo fijamente a los ojos.
Él bajó la mirada, evidentemente afectado por mis palabras sin tacto.
Nunca había hablado tan mal en su presencia, y probablemente en la de nadie. Sin embargo, el dolor por saber que aquel hombre en quien siembre había confiado incondicionalmente me había estado ocultando el hecho de que las tres personas más peligrosas a las que me había acercado podían matarme tan rápidamente como el lapso de tiempo que duraba un parpadeo.
Él me había incitado a ir al bosque, a perseguir el cadáver de Amanda, aunque advirtiéndome que no me acercara a ellos como si simplemente tuvieran la gripe y yo fuera propensa a caer enferma.
Negué con la cabeza y abrí el libro por la primera página.
«Della Rovere».
—Todo lo que quieras saber puedo decírtelo yo, no hace falta que mires este estúpido libro —gruñó con la voz ronca el sacerdote, quitándomelo de las manos.
¿Cuándo había llegado tan cerca?
Fruncí el ceño, mostrando mi creciente enfado, e intenté recuperar lo que había ido a buscar. Él había dicho claramente que allí se encontraba toda la biografía de los Della Rovere, y podía estar segura de que también hablaba sobre el vampirismo en aquella familia y, sospechaba, algo relacionado con las desapariciones que habían ocurrido en la alameda.
Era obvio que ellos tenían algo que ver. «Tenemos a la otra», había dicho Dante, y estaba segura de que hablaban de Savannah Clifford, la chica que miraba revistas inocentemente en el Golden Caffé el mismo día en el que desapareció.
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Editado: 01.10.2020