Dante

23. El guardián de las letras

—"Los reflejos dorados del sol de media tarde sobre su cabello del color del trigo tostado deslumbran a todo aquel que se atreva a fijarse en él" —oí que alguien decía, justo en el momento en el que cerré la puerta de mi casa detrás de mí.

Mi corazón dio un salto, y giré mi cabeza en dirección hacia donde provenía aquella voz grave y rasgada, aunque no había nadie allí.

—"Sus ojos del color de las olivas durante los fríos meses de invierno muestran a través de su inexpresión el profundo vacío que se halla en su interior, del que nadie parece haberse percatado y del que nadie ha intentado sacarlo" —siguió recitando aquella voz, esta vez a mi derecha.

Volví a girarme, aunque seguía sin haber nadie allí.

Mis mejillas ardían y mi corazón iba a estallar. Estaba leyendo mi maldita libreta, una de las primeras páginas que escribí sobre el hombre que ocupaba mis pensamientos, y lo único que podía sentir era bochorno. Estaba privándome de mi intimidad.

—"Es el hombre más hermoso que ha pisado este mundo, el único capaz de nublar mi juicio y sombrear todos los problemas que rodean mi patética existencia, y, aún así, sé que nunca podrá verme de la misma forma" —continuó, aunque esta vez en un susurro, dejando que su cálido aliento acariciara mi oreja antes de recoger un mechón de mi cabello castaño entre sus dedos, acariciándolo con suavidad—. ¿Por qué no puedes escribir así sobre mí, amore?

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, extendiéndose acto seguido por todo mi cuerpo.

Me aparté de él como acto reflejo, aunque mi mechón seguía sobre su mano.

Sus ojos azules como el cielo despejado de un día de primavera me observaban con lujuria, la misma que siempre le había caracterizado, y sus labios rosados estaban curvados en una juguetona sonrisa que incitaba a ser admirada.

Era guapo, el condenado.

—Suéltame, Alessandro —ordené, recuperando mi cabello, dando otro paso atrás para quedar lo suficientemente lejos de él para no sentir su respiración pausada.

—Oh, vamos, deberías darme las gracias, no alejarte de esta manera —gruñó, intentando verse afectado.

El espacio que había entre sus dos cejas pobladas y oscuras se arrugó cuando frunció el ceño, a la vez que apretaba los labios en un gesto estúpidamente adorable.

Él no era adorable.

Alargué la mano para recuperar mi libreta, pero él la sostenía con fuerza, impidiendo así que pudiera cogerla.

Negó con la cabeza, divertido, a la vez que chasqueaba la lengua varias veces seguidas.

—Primero me debes agradecer que le haya quitado ésto de las manos de Dante. ¿No sería ridículo que él lo hubiera leído en mi lugar? —rio, como si fuera mínimamente divertido.

Le sostuve la mirada, esperando a que cediera, aunque, por supuesto, no lo hizo. Es decir, era un vampiro, probablemente debía doblar, triplicar o incluso cuatriplicar mi edad, y estaba claro desde un principio que una niña de diecinueve años como lo era yo no iba a doblegarle tan solo con mirarle fijamente.

—Gracias por haber ayudado a que tenga que cerrar las piernas cada vez que pienso en Valentino —dije, tal vez alzando la voz ligeramente.

Alessandro estalló en una carcajada, y llevó mi libreta a su pecho, abrazándola para que no pudiera quitársela.

Arrugué la nariz, esperando a que tuviera la decencia de devolverme lo que me pertenecía.

—¿No ha descargado su energía sobre ti todavía? —preguntó con curiosidad, sin dejar de reír. Negué con la cabeza. — Tiene más autocontrol del que creía.

Recordé todo lo ocurrido la tarde anterior. Habría besado a Valentino sin dudarlo ni un segundo, y habría permitido que cualquier cosa que tuviera que ocurrir entre nosotros dos sucediera, probablemente bajo el efecto de la sangre y el veneno de vampiro, lo que, desde luego, era surrealista. Sin embargo, él se resistió a sus propios deseos, lo que, desde luego, me había fastidiado, aunque había sido bastante razonable.

Quién sabía cómo me sentiría una vez su sangre abandonara mi cuerpo por completo.

—Devuélveme la libreta —pedí, extendiendo mi mano.

Él alzó una ceja, tal vez esperando a que dijera algo más.

—Por favor —añadí, devolviendo mi mirada a sus ojos, tan vacíos como los de sus hermanos, tan perdidos como todos los que se habían adentrado en el bosque en los últimos cinco siglos.

—Te he dicho que debes darme las gracias si quieres recuperar tu libro de amor sobre "el hombre de porte elegante privado de su propia sonrisa, Dante Della Rovere" —se burló, recitando otra de mis frases.

Maldita sea, se lo había leído entero.

—¡Gracias! —exclamé, esperando a que aquello le sirviera de una vez por todas.

Volvió a reír, antes de inclinarse peligrosamente hacia mí.

La bufanda que colgaba de su cuello rozó mis manos cuando su rostro se acercó al mío, y sentí que se me paraba el corazón durante un breve lapso de tiempo, en el que una dolorosa presión en el pecho se extendió hacia mi estómago.

Sus penetrantes ojos celestes analizaban mis gestos con diversión, disfrutando de cada segundo, sabiendo lo incómoda que me resultaba su simple presencia.

—Pareces nerviosa —susurró, y sentí su aliento sobre mis labios, a la vez que la punta de su nariz se apoyaba en la mía.

—Apártate —ordené, aunque sintiéndome incapaz de hacerlo por mí misma.

—¿No te gustaría que "el joven de brillantes cabellos azabache y mirada azulada como el agua cristalina de alta mar" te relajara? —preguntó, ignorando mi comentario.

Maldito vampiro creído.

En un rápido movimiento, la palma de mi mano impactó contra su fría mejilla, y, aunque el golpe no había sido tan fuerte, su rostro se movió en la misma dirección que mi mano.

Al principio pareció sorprendido, casi tanto como yo, aunque luego se irguió de nuevo, colocándose su propia mano sobre la ahora enrojecida mejilla y se acarició la barba a la vez que una sonrisa se formaba en su rostro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.