Dark Hill - La leyenda del Doppelgänger

Capitulo 2

La luz de la mañana se filtraba tímidamente a través de las ventanas polvorientas de la iglesia, tiñendo el aire de un tono dorado apagado. Lena se arrodilló frente al mural, con las herramientas de restauración dispuestas meticulosamente a su alrededor. Había algo extrañamente reconfortante en el ritual de preparación: desempolvar pinceles, mezclar soluciones químicas, ajustar la luz. Era un ancla en medio de un ambiente que la hacía sentir cada vez más fuera de lugar.

Mientras examinaba los detalles del mural, se dio cuenta de algo curioso: los bordes superiores, donde las figuras se desvanecían en formas abstractas, mostraban capas de pintura superpuestas. No era inusual en obras antiguas, pero la precisión de las pinceladas más recientes sugería que alguien había intervenido con sumo cuidado, probablemente décadas atrás.

Lena dejó escapar un suspiro y se apartó un mechón de cabello de la cara. Entonces, su mirada cayó en una grieta en la pared, justo al nivel de su cintura. Se inclinó, observando cómo el yeso estaba ligeramente desprendido, como si algo lo empujara desde el otro lado.

Instintivamente, pasó la uña por el borde de la grieta, sintiendo cómo la superficie cedía. La curiosidad la impulsó a buscar un cuchillo de restauración y, con movimientos cuidadosos, comenzó a raspar. Lo que encontró fue una abertura estrecha, lo suficientemente grande para introducir la mano.

Lena dudó. Había aprendido a ser precavida con estructuras antiguas, pero algo en esa grieta la llamaba. Finalmente, se armó de valor y metió la mano, sus dedos rozando un objeto frío y rectangular. Lo sacó lentamente, descubriendo un libro de cuero desgastado, con las esquinas ennegrecidas por el tiempo.

—¡Lena Jones! —exclamó una voz detrás de ella, haciéndola dar un respingo.

Lena se llevó una mano al pecho, justo sobre el corazón, mientras con la otra, de forma instintiva, escondía tras su espalda el libro polvoriento que acababa de encontrar entre los bancos desvencijados. Un extraño impulso la obligó a protegerlo, como si revelar su hallazgo fuera, de algún modo, peligroso.

—¿Acaso no pensabas pasar a saludar?

Frente a ella, en medio del pasillo central de la iglesia, un hombre alto de complexión atlética la observaba con una sonrisa ladeada. Sus ojos verdes, brillantes y perspicaces, contrastaban con su rostro ligeramente endurecido por los años. El cabello castaño, desordenado y húmedo por la niebla exterior, le daba un aire más rudo, más... real.

Lena frunció el ceño, con una mezcla de incomodidad y enojo.

—¿Y por qué habría de hacerlo?

—Vamos, Lena... —respondió él, levantando las manos en señal de rendición mientras se acercaba con cautela—. ¿Aún sigues enojada?

—No digas estupideces, Julian —respondió ella con frialdad, dándose la vuelta para ocultar no solo su rostro, sino también el temblor leve de su mano, que apretaba con fuerza el borde del libro oculto.

No sabía por qué exactamente lo escondía… pero algo en su interior le decía que debía hacerlo.

Julian la observó con una mezcla de tristeza y anhelo, como si Lena estuviera demasiado lejos, no en distancia, sino en un lugar íntimo al que él ya no tenía acceso. Sus ojos, normalmente seguros, ahora se velaban con una nostalgia muda, como quien contempla algo perdido que aún duele.

—Me alegra que hayas vuelto —dijo al fin, pasándose la mano por el cabello en un gesto nervioso que contrastaba con su aspecto despreocupado—. Este lugar… no es lo mismo sin ti.

Lena se giró bruscamente, como si esas palabras la hubieran golpeado en un sitio vulnerable. No supo si era rabia, dolor o ambas cosas lo que sintió al escucharlas. Porque, por mucho que se esforzara en ignorarlo, Julian Mercer había sido una de las razones por las que juró no volver nunca a Dark Hill.

Antes de que pudiera responder, una voz interrumpió el momento.

—Señor Mercer —saludó el padre Luke con una bandeja de té en las manos, apareciendo desde la penumbra de la sacristía—. Qué grata sorpresa verlo por aquí.

Julian sonrió, como si lo hubiesen atrapado en plena travesura. Su expresión recuperó parte de la calidez de antaño, esa que siempre lo había hecho difícil de odiar.

—Me ha sorprendido usted, padre Luke. Aunque debo admitir… no es la primera vez que me pasa en esta iglesia.

El sacerdote esbozó una sonrisa cansada, pero no dijo nada. Lena, mientras tanto, respiró hondo y volvió a mirar a Julian, intentando ignorar el temblor involuntario en sus dedos que aún apretaban el lomo del libro oculto tras su espalda.

—Iré por otra taza, así nos acompaña —dijo el padre Luke con una sonrisa, aunque en su mirada se leía cierta intención de dejarlos a solas.

Julian hizo un ademán para detenerlo, levantando una mano con discreción.

—Padre, no es nece...

Pero el sacerdote ya se había adelantado. Depositó la bandeja sobre una pequeña mesa cercana y desapareció por la misma puerta por la que había llegado, con una rapidez sorprendente para su edad.

El silencio que siguió fue espeso, incómodo. Julian y Lena se quedaron mirándose, atrapados en un instante donde el pasado pareció colarse entre los vitrales rotos y el olor a incienso antiguo.




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