Dark Hill - La leyenda del Doppelgänger

Capitulo 3

El agua estaba tibia, envolvente, y su cuerpo lo agradeció con un suspiro silencioso mientras se sumergía lentamente en la tina. Dejó que el calor le aflojara los músculos tensos, sintiendo cómo la humedad borraba, al menos por un momento, la rigidez que traía consigo desde que había puesto un pie en Dark Hill. Apoyó la cabeza en el borde, cerró los ojos… y el silencio la abrazó como un velo espeso.

Pero entonces, como si la quietud misma abriera una puerta no deseada, la imagen de Julian emergió en su mente. No quería pensarlo. No ahora. No otra vez. Y sin embargo, allí estaba: su voz, su mirada persistente, ese gesto triste que siempre la hacía vacilar. Lo odiaba por eso. Por colarse en su memoria incluso cuando lo que más deseaba era olvidarlo.

Se hundió un poco más en el agua, como si pudiera escapar de sus propios pensamientos. El vapor le cubría la piel como una bruma protectora, pero no alcanzaba a disipar el peso de lo que había visto esa tarde.

No era Nora. No podía serlo.

Apretó los ojos con fuerza. Era más fácil culpar al estrés, a la tensión del reencuentro con Julian, al hecho de volver a pisar ese pueblo maldito. Pensar que su mente le estaba jugando una mala pasada. Que la sombra en la vidriera era solo eso: una sombra… distorsionada por el cansancio, por los recuerdos.

Pero en el fondo, lo sabía.

Aquello que vio —aquello que la miró— no era solo un reflejo.

—¡Maldición con este pueblo! —gruñó Lena, saliendo del agua de un salto.

El calor que antes había aliviado sus músculos ahora parecía sofocarla. El vapor se aferraba a su piel como una segunda capa, y el sonido del agua salpicando contra el suelo de cerámica la acompañó mientras tomaba una toalla con brusquedad. Se envolvió en ella, empapando la tela en segundos. Las gotas caían pesadas, formando pequeños charcos que no le importó secar.

Caminó descalza hasta el espejo empañado y se miró apenas unos segundos, evitando sostenerle la mirada a su propio reflejo. Algo en sus ojos no le parecía del todo suyo.

La idea de que había cometido un error al regresar a Dark Hill comenzaba a clavarse con fuerza en su mente. Como una semilla que germinaba con cada día, con cada mirada esquiva, con cada sombra que parecía seguirla sin moverse.

Salió del baño y fue directo a la cama, donde había dejado su ropa para dormir. Se sentó un momento, dejando que la toalla absorbiera lo que quedaba del agua en su piel. Respiró hondo. Iba a vestirse, pero algo la detuvo.

Se levantó y caminó hacia la ventana.

La noche, afuera, parecía tranquila. Demasiado tranquila. Las farolas lanzaban un resplandor pálido y fijo sobre la calle vacía, y una neblina fina comenzaba a descender sobre los tejados. No se oía nada. Ni voces, ni pasos, ni viento.

Solo el silencio.

Por un instante dudó. Luego tomó una decisión.

—Una caminata antes de dormir no me haría daño —murmuró para sí misma, como si intentara convencerse.

Y sin pensarlo más, tomó su abrigo, se calzó los botines y salió. Como si algo allá afuera la estuviera esperando… o llamando.

Caminó sin rumbo fijo, o al menos eso quiso creer. El aire nocturno estaba cargado de humedad y el silencio del pueblo parecía más espeso a esas horas. Avanzaba por las calles vacías, sus pasos resonando con un eco sordo sobre el empedrado húmedo. No había viento, ni grillos, ni siquiera el crujido de alguna rama. Solo su respiración, cada vez más agitada.

No fue hasta que levantó la vista que se dio cuenta de dónde estaba.

Frente a ella, al otro lado de la calle, se alzaba la casa de su infancia. Aquel lugar que había dejado atrás, convencida de que nunca volvería. La fachada seguía igual: las paredes desconchadas, la baranda oxidada, el tejado inclinado como si la casa se estuviera rindiendo lentamente al tiempo. Sin embargo, algo en ella —algo invisible— parecía vigilar.

Lena apretó las manos en los bolsillos del abrigo... y se detuvo.

Entre sus dedos sintió algo frío y áspero. Cerró el puño instintivamente y sacó el objeto con lentitud.

Era el llavero de madera agrietada. Las llaves de la casa.

—¿Qué diablos...? —murmuró, mirando con incredulidad el metal apagado bajo la luz amarillenta del farol.

No recordaba haberlas tomado antes de salir. Estaba segura de haberlas dejado sobre la mesita de noche. ¿O no?

Volvió la mirada hacia la casa, el corazón repicándole en el pecho. Y entonces, la vio.

Una figura se asomaba por la ventana del segundo piso, justo detrás de las cortinas raídas y amarillentas. La silueta era estática, apenas perceptible, pero estaba allí. Lena dio un paso al frente, entrecerrando los ojos para tratar de enfocar mejor.

Fue entonces cuando el rostro apareció, delineado por la luz interior.

Y lo reconoció de inmediato.

El mismo rostro con el que había crecido. El rostro que era una copia del suyo.

El rostro de Nora.

Inmóvil. Observándola.

Una sonrisa apenas visible curvó los labios de la figura. No era amable. No era humana.




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