Dark Hill - La leyenda del Doppelgänger

Capitulo 4

Lena estaba absorta en sus pensamientos, perdida entre el vapor que se elevaba del café frío y los ecos de lo que había vivido la noche anterior. Su mirada se perdía más allá de la ventana del café, en la bruma matinal que cubría las calles de Dark Hill como un sudario.

Por eso no notó la presencia de la mujer a su lado, hasta que una voz suave, demasiado cerca, la sacó de su ensimismamiento:

—¿Le traigo más café?

Lena parpadeó, como si despertara de un sueño ligero. Giró lentamente la cabeza hacia la figura. Era una mujer mayor, vestida con un delantal floreado, el cabello recogido en un moño apretado y una sonrisa tensa, casi forzada… tan amplia que resultaba incómoda. Sus ojos eran pequeños, pero intensos. Observaban demasiado.

—Perdón, estaba distraída —se disculpó Lena con voz apagada, al notar su taza aún llena, el café ya frío como el aire que se colaba por la puerta del local.

—Le agradecería si me lo cambia —añadió, intentando sonar amable.

La mujer asintió con un gesto silencioso, tomó la taza con movimientos meticulosos y la colocó en un carrito de servicio a su lado. Luego, sacó una taza limpia y la llenó con café humeante, sin dejar de observar a Lena con esa expresión fija, casi ausente.

—Usted es la hija de los Jones, ¿verdad? —preguntó de pronto, sin rodeos.

Lena asintió, sin hablar. La hija de los Jones. Cuánto tiempo había pasado desde que alguien la llamaba así. Y sin embargo, esa identidad ya no le pertenecía del todo. Sus padres ya no estaban. Su hermana...

—Una lástima lo que les pasó —añadió la mujer, con una voz tranquila, como si hablara del clima—. Una verdadera tragedia.

Lena tragó saliva, pero no dijo nada. Había aprendido que en Dark Hill el pasado se arrastraba como una sombra bajo cada palabra.

La mujer inclinó la cabeza, como si quisiera estudiar mejor el rostro de Lena.

—¿Y ya viste a tu hermana?

Lena levantó la vista bruscamente.

Por un segundo, no supo qué responder. Porque el corazón le dio un vuelco. Porque no sabía si la pregunta era una provocación, un error... o algo más.

—¿Cómo dice? —logró articular, con la voz apenas un susurro.

La mujer sonrió, más ampliamente aún, como si no notara el temblor en las manos de Lena.

—Nora. La he visto pasar por aquí algunas veces, siempre en la tarde. Igualita a usted, claro... pero más callada. Siempre tan callada.

Lena se quedó paralizada, los dedos crispados alrededor de la taza caliente. El vapor ascendía entre ambas, pero el frío regresó, reptando por su columna como una advertencia.

Y esa sonrisa seguía ahí, intacta.

—Disculpe… creo que está equivocada —tartamudeó Lena, sintiendo cómo el aire se espesaba en su garganta—. Mi hermana… ella está muerta.

La mujer inclinó la cabeza hacia un lado, con un gesto lento, casi infantil, como si intentara procesar la información. Su sonrisa, antes tensa pero constante, se desvaneció poco a poco, borrándose de su rostro como una sombra retirada por el viento.

—Ya veo —murmuró en voz baja, y en sus ojos apareció un destello de algo que Lena no supo identificar: ¿pena? ¿miedo? ¿complicidad? —. Discúlpeme, son tonterías de vieja. A veces… la memoria me juega malas pasadas.

Y sin más, giró sobre sus talones, empujando el carrito de servicio hacia la cocina. El tintineo de las tazas en la bandeja fue lo único que quedó tras ella, hasta que también ese sonido se apagó, como si hubiera sido arrastrado por el silencio del lugar.

Lena permaneció sentada un momento más, en completo silencio, con las manos aferradas a la taza caliente como si esta pudiera anclarla a la realidad. El vapor le subía hasta los ojos, obligándola a parpadear. Tenía la boca seca, el estómago tenso. Su mente, sin querer, repetía las palabras de la mujer:

"La he visto pasar por aquí algunas veces…"

Inspiró hondo, se puso de pie y dejó el dinero sobre la mesa. Tenía que salir de ahí. Necesitaba llegar cuanto antes a la iglesia. Si aceleraba el trabajo con el mural, podría terminar pronto y marcharse de una vez de aquel pueblo que parecía resucitar fantasmas con cada esquina.

Al cruzar el zaguán de la pensión, la puerta chirrió como si protestara su paso. La luz de la mañana ya se filtraba a través de la neblina, aunque no lograba disiparla del todo. En el porche, como una escena repetida, el anciano del primer día estaba sentado en su mecedora. Seguía con ese aire inmóvil y opaco, como si llevara allí toda la noche.

Al verla, alzó la mirada apenas, con la misma lentitud inquietante.

—Llegas tarde —dijo, sin emoción.

Lena lo miró de reojo, sin detenerse, y negó con la cabeza con fastidio. No tenía fuerzas para otro encuentro enrarecido.

—Vaya montón de locos —murmuró entre dientes, ajustándose el abrigo mientras se alejaba calle abajo.

Pero mientras se alejaba, no pudo evitar volverse una última vez. El anciano seguía ahí, observándola.

Y sonreía.

Una sonrisa muy parecida a la de la mujer del café.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.