—¡Señorita Jones! ¡Despierte! ¿Me escucha? ¿Está bien?
Las palabras repiqueteaban dentro de la cabeza de Lena como campanadas apagadas. Sabía que era el padre Luke quien le hablaba. Reconocía su voz grave, cargada de preocupación, y sabía —con una certeza desorientada— que eran sus manos las que ahora presionaban con suavidad su frente.
Pero por más que lo intentaba, no podía abrir los ojos.
Era como si un velo espeso la envolviera desde dentro, arrastrándola hacia un lugar oscuro, donde las imágenes del mural seguían ardiendo en su mente como cicatrices vivas. La sangre. Su rostro. Aquella mano señalándola.
—¡Señorita Jones! —repitió el sacerdote, esta vez con un tono más fuerte, casi desesperado.
Los ojos de Lena se abrieron de golpe.
Inspiró con violencia, como quien emerge del agua tras haber estado demasiado tiempo sumergido. Se incorporó bruscamente, jadeando, con la vista fija en el mural, como si esperara verlo moverse de nuevo.
—Gracias a Dios… —exclamó el padre Luke con alivio—. Pensé que tendría que llamar por ayuda. Se desmayó sin razón aparente.
Pero Lena apenas lo escuchaba. Su mente seguía atrapada en las imágenes que acababa de ver. Se puso de pie de inmediato, tambaleándose, y caminó directo al mural con pasos rápidos, casi torpes.
Se inclinó, inspeccionando cada rincón con los ojos muy abiertos, buscando la sangre, su rostro, la figura señalándola.
Nada.
Todo estaba como el día anterior: agrietado, polvoriento, sin cambios.
—No… —murmuró, pasándose una mano por la frente húmeda—. No puede ser…
—¿Qué está buscando? —preguntó el padre Luke, acercándose lentamente.
Lena se giró hacia él, su expresión una mezcla de confusión, miedo y rabia contenida.
—¿Usted vio algo raro en el mural? —preguntó, con voz tensa, como si implorara que le confirmaran su cordura.
El padre Luke la miró por un largo instante. Luego, bajó la vista hacia el mural y suspiró profundamente, como alguien que ha repetido la misma conversación más veces de las que puede contar.
—Siempre hay algo nuevo en ese mural, señorita Jones —dijo al fin, con una voz grave, casi resignada—. Pero nunca cuando hay testigos.
Lena frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
El sacerdote desvió la mirada, cruzando los brazos con lentitud.
—Quiero decir que… no es la primera vez que alguien ve cosas. Y no será la última. Pero ese mural no se deja ver por todos.
Lena sintió un escalofrío que no tenía que ver con el frío de la iglesia.
—¿Qué quiere decir? —insistió Lena, su voz cargada de tensión.
El padre Luke la miró durante un largo segundo, como si estuviera decidiendo cuánto decirle… o cuánto era prudente callar. Finalmente, exhaló con cansancio y se acercó un poco más al mural, sin mirarlo directamente.
—Ese mural… —empezó, con tono bajo— no siempre muestra lo mismo. Para algunos, es solo una pintura antigua, deteriorada por el tiempo, sin valor más allá de lo estético. Pero para otros —para unos pocos— cambia. He escuchado historias a lo largo de los años… historias sobre cómo las figuras se mueven, cómo los rostros se transforman, cómo ciertas personas llegan a ver cosas que no deberían estar ahí.
Lena se estremeció, recordando la figura que la había señalado. Su rostro atrapado en el muro. La sangre.
—¿Cree que lo imaginé? —preguntó, con la voz apenas un susurro.
El padre Luke negó con la cabeza lentamente.
—No lo sé, señorita Jones. Pero le diré esto: la mayoría de los que han visto “algo” en ese mural… no estaban mintiendo. Al menos no a sí mismos.
Se acercó aún más, sus ojos clavados en las sombras de las figuras del mural.
—Para casi todos, sigue siendo el mismo viejo y polvoriento muro. Pero para algunos… parece que el mural decide abrirse.
Lena tragó saliva. Había una seriedad cruda en la voz del sacerdote, una especie de tristeza, como si él también hubiera visto algo en algún momento… y nunca se hubiera atrevido a contarlo.
—¿Y por qué a mí? —murmuró.
El padre no respondió de inmediato. Su mirada estaba perdida entre las grietas del muro.
—Tal vez porque el mural recuerda —dijo el padre Luke, con voz grave y resignada.
Sus ojos no se apartaban del muro, pero Lena notó cómo sus dedos se cerraban con fuerza alrededor del rosario que llevaba colgado del cinturón. Lo sostuvo con tanta intensidad que los nudillos se le pusieron blancos, como si el simple contacto con aquellas cuentas pudiera protegerlo de lo que estaba a punto de decir.
—La última persona que afirmó haber visto algo… que habló de sombras moviéndose, de rostros cambiando… fue su hermana, señorita Jones.
Lena sintió cómo el mundo a su alrededor parecía detenerse.
—¿Qué…? —balbuceó, sin comprender del todo—. ¿Nora?
El padre asintió lentamente, con una pesadez que parecía venir desde muy dentro.