—¡Lena, despierta! ¡Vamos, mírame! —La voz de Julian sonaba lejana al principio, como si viniera a través del agua. Urgente, pero amortiguada.
Lentamente, Lena comenzó a abrir los ojos. La luz era difusa, y por un momento no reconoció nada. Solo sentía el calor de unos brazos rodeándola y el golpeteo insistente de su propio corazón. Cuando la niebla de su mente empezó a disiparse, la imagen de Julian tomó forma frente a ella. Su rostro estaba pálido, tenso, marcado por la preocupación.
—Lena… —murmuró con alivio al ver que parpadeaba—. Estás bien… gracias a Dios.
Ella estaba recostada contra su pecho, sostenida entre sus brazos con una delicadeza que contrastaba con la inquietud en su expresión. Pero no duró mucho.
Los recuerdos regresaron de golpe. El espejo. La figura. La mano helada rozando su piel. La voz que hablaba con su tono, pero que no era suya.
Lena se incorporó de golpe, aún aturdida, y miró frenéticamente alrededor de la habitación.
—¿Dónde está? —preguntó con la voz temblorosa, los ojos desorbitados.
Julian frunció el ceño, alarmado.
—¿Quién? ¿De qué estás hablando?
—La mujer… —Lena tragó saliva, sintiendo aún el eco del tacto gélido en su mejilla—. Era yo. Pero no era yo. Tenía mi cara, Julian. ¡Tenía mi cara!
Julian la tomó suavemente por los hombros, intentando calmarla.
—Lena, no había nadie más aquí cuando entré. Estabas sola, en el suelo. El espejo estaba… roto, pero tú estabas sola.
Ella lo miró con los ojos llenos de miedo.
—No. No estaba sola. Estaba ella… mi reflejo… Nora.
Julian enmudeció por un instante.
—¿Nora?
—O algo que la imita —murmuró Lena—. Ella me habló, me tocó… me dijo que me había estado esperando. Y entonces… todo se apagó.
Julian apretó la mandíbula, con el ceño fruncido. Miró hacia el espejo roto y luego de nuevo a ella.
—Lena… ¿estás segura de que no fue una alucinación?
Ella lo miró con rabia.
—¿Crees que no sé diferenciar un sueño de algo real? ¡Lo sentí, Julian! Sentí el frío de su piel. Escuché su voz dentro de mi cabeza como si fuera parte de mí.
El silencio se instaló entre ambos por un instante.
—Bien… vamos a la cocina —dijo Julian finalmente, con un suspiro resignado, rascándose la nuca—. Te prepararé un poco de café. Y tú me vas a explicar por qué diablos estabas espiando mi casa como si fueras una ladrona.
Lena lo miró con una ceja levantada, aún pálida y temblorosa, pero con algo de su carácter regresando a su rostro.
—¿Espiar? —espetó con una risa seca—. Llamé por tu maldito nombre. Grité.
Julian resopló, caminando hacia la cocina sin responder. Lena lo siguió, todavía un poco inestable, y se dejó caer en una de las sillas de madera, con las manos entrelazadas sobre la mesa. Sus ojos recorrían cada rincón del lugar, buscando… algo. Una señal. Una explicación.
La cocina estaba sumida en penumbra, apenas iluminada por una lámpara de techo con luz cálida. El aire olía a madera vieja, café añejo y un leve toque metálico que no supo identificar. Era un lugar acogedor, pero cargado de una nostalgia densa, como si el tiempo se hubiera detenido hacía años.
Julian abrió una alacena, sacó dos tazas, luego puso agua a hervir.
—No recuerdo haberte invitado a entrar por la puerta trasera —comentó, sin volverse.
—No recordaba que fueras tan quisquilloso —replicó Lena, apoyando los codos sobre la mesa.
Julian sonrió apenas.
—Los años nos cambian.
—Sí… algunos más que a otros.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos, solo roto por el silbido suave de la tetera calentándose. Julian colocó café instantáneo en las tazas y sirvió el agua caliente con movimientos mecánicos. Luego se sentó frente a ella, empujando una taza hacia su lado.
Lena la tomó con ambas manos, buscando el calor como si pudiera protegerla de lo que acababa de vivir.
—Julian… —comenzó, mirando el vapor que se elevaba entre ellos—. Lo que vi… no fue una alucinación. Era ella. O algo que se hacía pasar por ella.
Él no respondió de inmediato. Bebió un sorbo largo y luego dejó la taza sobre la mesa con un golpe sordo.
—Cuando murió tu hermana —dijo con voz grave—, el pueblo la enterró. Pero las historias… nunca se detuvieron.
Lena alzó la mirada.
—¿Qué historias?
—Gente que juraba verla en las ventanas. En la iglesia. Incluso en esta misma casa. Algunos dijeron que venía a buscarte, que te seguía esperando.
—Eso es ridículo —susurró Lena, aunque sus manos se habían tensado de nuevo.
Julian se inclinó hacia ella.
—¿Y lo que viste esta noche? ¿Eso también es ridículo?
El silencio se volvió insoportable. Lena bajó la vista.