Darkcity

Episodio 2 ☠

EL OTRO

Desperté. Hay un instante después del sueño en el que todavía no sabes quién eres ni dónde estás. Al cerebro le toma un segundo empezar a llenarse (¿llenarte?, ¿llenarnos?) de recuerdos. De información biográfica breve. Y justo entonces entiendes que tu vida es una mierda, y que tampoco despertaste en el mejor lugar del planeta.

Pues bien: yo daría todo porque ese instante de no saber durara para siempre. Hay alguien dentro de mí, separado del cerebro, que desea NO saber nada.

Pero desperté. Y de inmediato sentí el olor: mi cama apesta a sudor, a cigarro y a alcohol. En realidad, hay otros olores — igual de horribles —, pero no los distingo.

Me incorporo en la cama y agacho la cabeza. Delante de mí hay un cuerpo masculino, peludo y enorme. Músculos que alguna vez fueron potentes, definidos. Ahora me parezco más a un luchador retirado que, tras varias derrotas, se dedica a emborracharse con licor barato.

Un luchador podrido. Hedor. Sábanas amarillentas y resignación. ¿Qué más puedo meter en esta realidad de mierda?

Después de ese instante de ignorancia, entre el sueño y la realidad, siempre tenemos una elección: ¿qué será lo primero que dejamos entrar en la cabeza? ¿Cómo imaginarnos a nosotros mismos?
No hay forma de detener al cerebro — inevitablemente hará su trabajo. En mi caso, simplemente intento ignorarlo.

Me pongo de pie con mis casi dos metros de altura y camino al baño. En el espejo me encuentro con mi reflejo: una cabeza calva, cara sombría, mandíbula cuadrada. ¿Cuándo carajos me quedé calvo? ¿Y por qué?

— Ragnar — escupo el nombre en el lavabo y empiezo a cepillarme los dientes con un cepillo tan gastado que da pena usarlo hasta para limpiar el excusado —. Ragnar…

¿Qué chingados es esa palabra? ¿Qué significa? ¿Y de verdad quiero recordarlo?

Me obligo — literalmente me obligo — a meterme a la regadera y lavarme. ¿Dónde está el puto jabón? Logro encontrar un miserable pedazo de jabón, pero la mayor parte del tiempo solo estoy ahí, de pie bajo el agua.

La toalla apesta tanto que no dan ganas de tirarla: dan ganas de quemarla.

Bueno, parece que ahora estoy listo para actuar. ¿Pero qué carajos significa “actuar”? Vuelvo a la habitación y entiendo que, primero que nada, tengo que abrir la ventana. ¿Cómo demonios dormí en este cuarto cerrado y no me asfixié? Desde afuera se cuelan los sonidos del megapolis. Por eso nunca abro la ventana antes de dormir: demasiados gritos, demasiadas sirenas de policía. Un flujo interminable de crimen.

No es que no pueda soportarlo. Es solo que… me recuerda algo. Algo que olvidé. Por cierto — se me olvidó decirlo — ya es de noche.

Desperté en una ciudad monstruosa. En una gran ciudad negra que, como una pesadilla, emerge de la oscuridad. ¿Cómo es? Está impregnada del maltrato de humanos hacia otros humanos. Está llena de ratas. Estas criaturas cargan consigo toda la porquería que tratamos de ocultar tan cuidadosamente.

Pero las ratas nos conectan. Conectan a los ricos bien vestidos en sus mansiones lujosas con los pobres abandonados de los barrios podridos. Las ratas son la prueba viviente de que no hay forma de separarnos de la mierda. Aunque estés sentado en un hotel de lujo y te esté mamando una puta recién bañada —vas a sentirlo. La esencia sucia de lo humano, que rezuma detrás de la imagen colorida y bonita. Vas a sentir a las ratas, que se abren paso por los agujeros en esas paredes tan caras.

— Ragnar — mis labios pronuncian esa palabra sin querer, y siento cómo se dibuja una sonrisa torcida en mi rostro.

Las ratas nos conectan. Incluso puedes mandarles un mensaje. “Qué onda, mi vida es una mierda. ¿Y la tuya?”

Abro el refrigerador y me quedo un buen rato mirando su vacío interior. El abismo mira al abismo. Parece que hace mucho no cocino nada en casa. Necesito dinero. “Está en el cajón. Debajo de los calzones limpios que nunca usas”, me susurra el cerebro. Llego hasta ahí y veo los fajos. ¿De verdad tengo tanta lana?

Mi estómago gruñe con impaciencia. En la noche también se desayuna.

Cuento unos cuantos billetes, me pongo unos jeans y una camisa que están tirados sobre el sillón roto. Parece que esa ropa no ha sido planchada en siglos. Pero huele bien. ¿Será que incluso tengo perfume?

En ese momento suena el teléfono. El fijo — porque celular, no tengo.

— ¿Bueno?
— ¿Ragnar?

Pausa. Así que eso es… mi nombre. Ragnar. Ahora saboreo la palabra. Me encanta cómo suenan esas sílabas. Y estoy seguro de una cosa: ese nombre me lo puse YO. Por eso me gusta tanto.

— ¿Y quién crees que habla?

El tipo al otro lado de la línea se queda callado. ¿Me tiene miedo? Claro que sí.

— Ragnar, nos vemos a las nueve y media en el “Miranda”. ¿Te acuerdas, verdad?

En ese momento encuentro una libreta sobre la mesa. Todo está anotado ahí.

— Por supuesto — respondo con la voz perezosa de un león al que molestaron sin razón —. ¿Algo más, Ricky?

Cobarde. Eso es lo único que sé de ese sujeto. Y alguien dominado por el miedo es la persona más peligrosa de todas. Te traicionará por miedo. Te venderá por miedo.

— Nada… solo me pidieron… por si acaso — su voz tiembla como bandera en tormenta.

— Adieu — digo y cuelgo el teléfono.

Quién sabe por qué demonios, pero me siento mejor. Empiezo a tener ganas de moverme. La sensación de poder, de ser superior a los demás, da muchísima energía. Y esa es mi fuente favorita: sentirme por encima de la gente.

Me pongo el reloj de pulsera. Parece ser lo más caro que hay en todo el departamento. Me lo regalé yo mismo por mi cumpleaños.

“¿Eso es todo?” Me quedo congelado frente al espejo del pasillo. No me gustaría encontrarme conmigo mismo en un callejón oscuro: un calvo gigante con chaqueta de cuero.

— Ragnar — me sonrío con una mueca salvaje, como un oso.

¡Recordé! Casi se me olvida lo más importante. Regreso al cuarto y saco el arma del cajón.
Un magnum .44 enorme. Quién sabe… tal vez hoy tenga que matar a alguien.




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