Desde Paul ⬖
En esta ciudad nunca tuve amigos. Conocidos, mis clientes ocasionales, charlas al azar — eso era todo. Las amigas de Lila no me podían ni ver, y yo a ellas tampoco. ¿Tal vez fue esa misma soledad la que volvió mi vida defectuosa? Ni siquiera sé cómo logré conocer a Lila en tales condiciones.
Iba manejando por una de las peores zonas de la ciudad. Aquí tranquilamente podían apuntarte con una pistola desde la ventana lateral y sacarte no solo la lana, sino el alma. Una vez, estando por acá, vi cómo un chavito de diez años mató a tiros a un tipo de mi edad en plena banqueta. Creo que era su papá.
Sin embargo, en este rincón olvidado por Dios tengo un conocido. Quizás el único amigo verdadero que haya tenido en la vida. Antes solíamos echarnos unos tragos sentados en el cofre de mi taxi. Pero con el tiempo… Le salieron un chingo de hijos y el hombre tuvo que dedicar su vida entera a buscar dinero. Se llama Romario. Es negro. Un tipo que jamás conseguiría trabajo en un lugar “decente”.
Conducía lo bastante rápido como para que nadie se me acercara. Sin embargo, ya había notado varias veces las miradas hostiles de unos morros negros. Ni siquiera sé por qué carajos acepté venir hasta aquí solo para prestarle plata a Romario. Tal vez porque entendía que él era mi único amigo. Tal vez sentía culpa por existir. “Perdón por existir. Perdón, Lila, por haber existido en tu vida.”
Sonreí con ironía para mí mismo — qué escena tan conmovedora. Pero en realidad, todo era mucho más pragmático.
— ¡Qué onda, Roma!
— ¡Eh! ¡Qué onda, compa!
Mi amigo de piel oscura me abrazó con fuerza.
— ¿Cómo vas? ¿Cómo va la vida? Pero oye, ¿por qué chingados siempre me dices Roma?
Estábamos parados frente a la casita de una planta que tenía mi compa. Desde adentro se asomó la esposa de Romario y me saludó con la mano:
— Hola, Paul — dijo.
— Hola — respondí con frialdad.
Ella tampoco me quería.
— Aquí está la lana — saqué los billetes del bolsillo de inmediato y miré nervioso hacia el coche —. Espero que nadie se atreva...
— Uf, hermano, me salvaste. No sé cómo voy a pagártelo.
— Olvídalo, compa, somos amigos — respondo.
— ¿Y Lila? ¿Está en casa?
— Se fue. Me dejó.
Romario no se quedó en blanco ni un segundo. Así era él: preparado para todo, en cualquier momento. Su cara se torció con una expresión sincera de lástima. Por eso lo quería — por su total falta de hipocresía.
— Uf, cabrón, qué mierda… Pero ya fue. Hay millones de mujeres en el mundo. Conseguirte otra es pan comido.
— Sí, sí, tienes razón, Rom.
— ¡Ah, “Rom”! Eso ya me gusta más — rió, y guardó el dinero en el bolsillo.
—¿Y tú qué tal?
— Cuatro hijos. Cuatro hijos — eso es todo lo que se puede decir sobre mi vida.
Justo en ese momento, como si alguien diera la señal, los niños empezaron a salir de la casa corriendo. Dos niñas. Y el hijo mayor.
— El cuarto nació hace apenas un mes. Y este… Mike, ven acá.
Se nos acercó el mayor. Romario abrazó a su hijo:
— Él es Mike. Va a ser un hombre de verdad. Tal vez hasta un deportista famoso.
El chico no dijo nada, pero abrazó a su padre en respuesta. Y de pronto sentí algo completamente opuesto a mí, opuesto al aislamiento: la unión. La fuerza de la conexión humana. Un padre y su hijo. ¿De verdad se querían?
— Hola, Mike — le extendí la mano al niño, y él me la estrechó.
— Este es Paul. Mi compa Paul. Un tipo de lujo.
Romario lo dijo, y de pronto sentí un nudo en la garganta. Qué equivocado estás, Rom. No tienes ni idea de cuánto...
— Anda, ve.
El padre soltó al hijo y este salió corriendo. Los niños nunca caminan — corren.
— ¿Nos sentamos? ¿Tienes un rato? — me ofreció el anfitrión, señalando un montón de tablas.
Acepté, y nos sentamos. Guardamos silencio un momento, como si el tono de la charla estuviera por cambiar y cada uno buscara las palabras.
— Debe ser genial tener hijos. Cuatro hijos — murmuré.
— La chingada, hermano, es un infierno… — soltó Rom de pronto —. ¿Qué tiene de bueno tener hijos? Piénsalo bien. Nada. Son indefensos, hay que vigilarlos todo el tiempo. Darles de comer, vestirlos. Toda tu vida se va en asegurarte de que sigan vivos.
Hizo una pequeña pausa. Yo no lo interrumpí.
— Los hijos absorben todo lo peor — continuó Rom —. Puedes amarlos todo el tiempo, enseñarles buenas cosas, y luego mientes una sola vez, sueltas una grosería una vez y ya: enseguida empiezan a maldecir y a mentir.
Solté una risita, tímidamente.
— No, en serio, hermano, es increíble lo rápido que aprenden toda la mierda. ¡Son como guerreros del mal! Y uno tiene que poner un esfuerzo brutal para enseñarles aunque sea un poco de algo bueno, un poco de… bondad.
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Editado: 28.10.2025