El campo militar se quedó totalmente en silencio, las miradas expectantes de las tres personas que aun yacían en el edificio veían con asombro los cambios bruscos en dos cuerpos inertes en el suelo del lugar, el impacto era tal que decidieron alejarse, cubriendo sus labios para no soltar algún ruido y aquellos seres extraños decidieran atacarlos.
Todo terminó en minutos, ahora de aquellos cuerpos salía un vapor extraño, todo era asombro ¿Cómo era posible que sus cuerpos hayan resistido tales cambios? Solo quedaba esperar a que reaccionaran por completo.
Un estruendo sacudió el edificio, los vidrios crujieron casi hasta romperse, algo acontecía en el exterior, una nueva explosión retumbo hasta a la misma tierra, el ruido ensordecedor paralizo a los tres jóvenes, se cubrían los oídos tratando de aligerar el daño.
Los vidrios de las puertas automáticas se rompieron en mil pedazos, dejando ver que había pasado; los jóvenes se repusieron al impacto, todo para ver como un avión de carga había caído en picada destruyendo gran parte del ecosistema.
-¿Qué rayos acaba de pasar?- preguntaba el joven.
-No tenemos mucho tiempo, hay que sacarlos de aquí ahora, rápido- la voz de Monserrat sacaba del trance al joven.
-Sí, claro, necesitamos un refugio seguro- afirmaba el joven.
Elizabeth se acercaba a los cuerpos inertes de Alfred y Robert, preparándolos para el viaje, por desgracia con Keila no pudieron hacer mucho, aunque aún con casi nulos sentidos de vida; aquella joven pelirroja daba todo lo que estaba en sus manos para poder salvarla, el antídoto de alguna manera había hecho efecto y las pulsaciones de su amado y Robert parecían normales de cierta manera.
-¡Monserrat, ayúdame!- el grito desesperado de Elizabeth hizo que los dos jóvenes se movilizaran.
El joven comenzó a mover un convoy y acercarlo lo más posible a la entrada del edificio, por suerte ya llevaban provisiones suficientes para algunos días, después de eso tendrían que buscar más.
Con los cuerpos de Alfred y Robert fue fácil movilizarlos, el problema era Keila, si hacían algún movimiento brusco podrían hacer que la herida volviera a abrirse y perderla por completo, Elizabeth contuvo como pudo el llanto, sacaba fuerzas de flaqueza, sus manos le temblaban, sus piernas le fallaban haciéndola caer en un par de ocasiones, reponiéndose casi al instante, no podía caer ahí, no ahora que tenían una oportunidad de sobrevivir.
El graznido de las gaviotas los hizo girar su vista al cielo, algo las atemorizaba y estaban huyendo a un lugar seguro, la piel se les erizó al ver a un ave enorme sobrevolando sobre las nubes de humo causadas por el avión.
-No…no es posible- en la voz de aquel joven había miedo.
-¿Qué no es posible?- preguntaba Elizabeth igualmente asustada.
-Ves esa ave, es un cóndor de los andes, es imposible que este de este lado del mundo- dijo el joven.
Los jóvenes contemplaban como aquel cóndor de enormes dimensiones, aterrizaba sobre el avión, su cabeza desnuda y rojiza había cambiado a un color rojo intenso, su pico de borde cortante lo enterraba en la aeronave y gracias a su terminación en gancho arrancaba pedazos de metal como si fuera la carne de un animal, su plumaje de un negro azabache tomó más brillo, su banda blanca que resaltaba en el dorso de las alas y el collar blanco que protegía su desnudo cuello cambiaba a un tono color hueso; el ave se quedó parado sobre aquel avión extendiendo sus alas y lanzando un graznido aterrador que les erizo la piel a los jóvenes, que sin pensarlo dos veces arrancaron el vehículo y salieron de ahí inmediatamente.
-¿A dónde vamos?- preguntaba Elizabeth angustiada.
-Por lo pronto, tenemos que alejarnos de esa bestia ¿Notaste el tamaño? El cóndor de los andes es conocido como el ave con mayor tamaño de la tierra, su tamaño oscila en los adultos, entre cien a ciento treinta centímetros y sus alas llegan a medir entre 2,7 a tres metros de longitud, la que acabamos de ver media fácil unos dos metros de longitud y sus alas ¡por dios, sus alas! Yo diría que unos seis metros, si nos enfrentamos a ella no podríamos salir con vida- el joven hablaba apresuradamente mientras manejaba el convoy.
-¡Rápido, tenemos que ir al bunker que nos señaló De la Garza!- apuntaba Monserrat.
-¡Lo sé, lo sé! Solo quiero alejarme lo más posible de este lugar- contestaba aquel joven.
Elizabeth en su asombro, recordó que el General les había contado que salvó a un par de jóvenes en Canadá, lo más probable es que sean ellos a los que les confió algo y por un instante se quedó aliviada de saber que contaría con alguien más para poder sobrevivir.
-¿A dónde iremos?- preguntaba Elizabeth.
-¿No lo sabes?- reprochó Monserrat.
-No, lo siento, solo sé que si hay otro laboratorio puedo hacer más muestras del antídoto, siempre y cuando tenga los recursos necesarios- afirmaba Elizabeth.
El cuerpo de aquella joven ya no podía más, el cansancio físico era inmensurable, sus parpados se cerraban lentamente, aguantó todo lo posible, tal vez su cuerpo se había relajado al sentirse a salvo.
-¡Hey, no te duermas aun! ¿Qué acabas de decir?- Monserrat hacía lo posible para que Elizabeth no se durmiera.
-No vayan a dejar que Keila muera, sálvenla a toda costa, ella es la clave para que yo pueda hacer un nuevo antídoto- esas fueron sus últimas palabras antes de caer sumida en un sueño largo.
Los dos jóvenes se quedaron asombrados, si eso era posible, también ellos podrían sobrevivir ¿Pero de qué manera les serviría? ¿Cómo podrían hacerlo? Eso no importaba de mucho en esos momentos, tendrían que llegar a un refugio y que por suerte tuviera un laboratorio, todo estaba echado a la suerte.
Tal y como les ordeno Elizabeth, contuvieron la hemorragia de Keila, pero necesitaba con urgencia una transfusión de sangre, ya había perdido demasiada, así que antes que nada tendrían que llegar a un hospital para sacar lotes de sangre.