Mis sentidos perecieron por momentos. Mi aliento me faltaba. Mi conciencia, como en toda situación similar, me clavaba un puñal por la espalda y carcajeaba con tiranía. Mis ojos se bordearon de lágrimas que se empeñaron en no salir para no terminar de rematar mi orgullo. Mi voz se quebró. Mi cuerpo sufrió de las consecuencias más terribles: cansancio, remordimiento y el cosquilleo, aquel maldito cosquilleo que siempre aparecía en los peores momentos. La sensación se asimilaba a un enjambre de hormigas caminando sobre el estómago. Aparecía en situaciones de ansiedad, presión o miedo muchas veces.
Pues, para mi mala suerte y elección, padecí de todas ellas y de más que no conocía.
Era terriblemente sofocante no conocer la definición exacta de lo que estuviese atravesando, por lo que me aferraba a una sencilla aunque alejada de mis preferencias.
Cuando escuché a Paul pronunciar aquel discurso, con serenidad y sin una gota de zozobra, supe que llegaría a recomponerme del momento en que vi los dientes marcados en el abdomen de Rose.
Nunca pasé un momento así en mi vida. En el que creí que yo sería la víctima de la tragedia, y no la persona entrometida en ello.
Debía admitir que yo, Nicolás Torres, no sabría decir con exactitud qué hubiera sido de mi bienestar mental y físico si Rose realmente estuviera afectada por esa mordida. Pero sí estaba al tanto de una realidad, y era que si eso ocurría, lo primero en mi lista sería volver al instituto y desollar, palmo a palmo, a la malnacida que se encargó de arrebatarle la corta vida a Rose, la chica que mejor conocía.
Significaba mucho en mi día a día. También en el mundo viejo; cuando un problema aparecía, allí estaba ella, con su humor tan característico y su aroma natural que te refrescaba los vellos de la nariz. Con su apariencia intocable y esa dureza de personalidad, que muchos querrían hacerle frente, pero muy pocos cometerían.
Sin dudas me topé con la mujer más leal, formidable y suelta que jamás pude conocer. El casi haberla dado por perdida me hizo recapacitar sobre ello. Reflejé nuestros años de amistad y los reduje, dando por hecho de que tenía mucho más que vivir con ella; experimentar más vivencias y alardear de ellas en un mañana comprometido a mejorar.
Lo percibí en los dientes incrustados en su suave y fina piel, que no merecieron ese destino. Las consecuencias de un futuro improbable (el de la muerte de ella) eran sumamente letales para mí; años de rehabilitación junto a los chicos me esperaban con los brazos abiertos, por no hacer hincapié en las adversidades que los más cercanos a mí tendrían que soportar, llevándolos casi a la muerte.
¿Cómo podría soportar tal magnitud de los hechos? ¿Cómo podría vivir con la carga de su muerte?
"Ella está bien, Nico. ¿Por qué te sigues machacando?", mi mente intentó desviar el foco de aquella parte oscura, insensible y denigratoria de los hechos.
No sabía por qué me seguía situando en el peor de los escenarios, en la realidad que era ficción, que no existía ni existirá.
Rose vivía, como Roma y yo. Como Emi y Briggs. Como Peter y Rafa.
Como el que lee esto.
¿Entonces qué hacía aquí, cuestionando los hechos y alterándolos? Pareciera que prefería el desvanecimiento de mi amiga, para así estar en deuda con mi alma.
Sentía que, de un momento a otro, tambaleaba en mi postura, con Paul y Emiliano clavando sus ojos en mí, a la vez que se movían rápidamente para capturarme en el aire.
No lo lograron. Mi nuca chocó contra el borde de la banca y caí desmayado.
Pero ella vivía. Solo eso importaba...
[...]
Lucía, de sobresalto, empujó las puertas de la enfermería, impacientada y buscando desesperadamente a su amiga. Cuando la vio descansando en un banquete, con las piernas casi subidas a la silla, seguramente a causa del pequeño espanto que le generó su repentina entrada, no dudó en abalanzarse para apretarla con sus flacos y pálidos brazos.
Rose: —¡Guau! —exclamó por el aventón que recibió. Por no mencionar que si no fuese por su viveza y que conocía los métodos en los que su amiga se expresaba, se hubiera dado un buen golpe al caerse de la silla.
Lucía: —¡Gracias a Dios que estás bien! —expresó, a punto de reventar en lágrimas encima del hombro de Rose, que rezaba que aquello no sucediese—. Cuando me lo contaron no pude creerlo.
Se alejó del cuerpo de la otra joven y se detuvo a contemplarla: envuelta en una bata y con un vaso de plástico lleno de agua que se derramó por su muñeca. Apostaba a que eso fue a causa de la impulsividad de la rubia.
Paul, un poco turbado y colmado de responsabilidades, se acercó hasta ella tan solo para comunicarle la tragedia de hace unos momentos. Y ella en un primer intento se lanzó a correr, con destino en su mejor amiga que se hallaba en condiciones de necesitarla, pero antes de que pudiera cumplirlo, este le aprisionó el brazo tan solo para explicarle a detalle lo que ocurrió.
Quedó pasmada y, a la vez, se maldijo internamente por no haber asistido a aquella búsqueda. De haberlo hecho, no se separaría de Rose y quizá el conflicto se pudiera haber evitado.
Lucía: —¿Qué le pasó a Nico? —contrajo las facciones de la sorpresa.
Fue la primera vez que vio al líder del grupo en aquel estado: indefenso e incapacitado.
Estaba reposando en la camilla de al lado. Se enfocó tanto en atender a Rose que jamás se percató de la presencia de Nicolás por un flanco, tendido y con intravenosas colocadas en el brazo izquierdo.
Rose: —Se desmayó al enterarse que la mordida no afectó.
Lucía: —Habrá sido el alivio escalando a grandes velocidades —asumió—. Por suerte solo fue un susto.
Rose: —Sí —replicó con una sonrisa agigantada—. El susto más feo de mi vida.
La muchacha de cabello dorado y ojos verdes divisó a Rose con miramientos. No pudo comprimir una risilla que hizo voltear a su mejor amiga con los ojos parecidos a los de un búho.