Despierto cada mañana contemplando el techo agrietado de mi habitación. Las fisuras han cobrado forma con el tiempo; algunas se asemejan a rostros deformados, otros a caminos que no llevan a ninguna parte. Mi ritual es siempre el mismo: abro los ojos exactamente a las 6:23, sin necesidad de alarma. La precisión de mi despertar es parte de la enfermedad, o quizás, de mi don.
El espejo del baño revela lo que los demás ven: un hombre promedio, casi invisible en su ordinariedad. Pero yo sé la verdad. Debajo de esta máscara de carne común late el corazón de un fenómeno.
Lo supe desde aquella tarde de octubre, cuando pasó el accidente. El camión de carga, el impacto, los cuarenta y siete segundos que estuve clínicamente muerto. Al regresar, algo había cambiado. No solo en mí, sino en cómo percibía el mundo y cómo el mundo me percibía a mí.
La normalidad me fue arrebatada como un velo rasgado violentamente. Y lo que quedó expuesto fue la verdad cruda que ahora reconozco: todos somos monstruosidades encerradas en jaulas de convenciones sociales.
El señor Méndez me observa desde su escritorio mientras firmo la tarjeta de entrada. Su mirada condescendiente busca fisuras en mi fachada. Hace tres años que trabajo en esta oficina gris, procesando reclamos de seguros. Casos y más casos de personas que perdieron algo y buscan compensación. Ironía pura: yo evalúo sus pérdidas mientras ellos jamás podrían comprender la mía.
"Martínez, necesito los informes del caso Álvarez para hoy" dice con esa voz que pretende autoridad, pero revela inseguridad.
"Por supuesto, señor" respondo mecánicamente.
Lo que él no sabe es que puedo ver su miedo. Desde el accidente, puedo percibirlo en todos: el terror primordial que se esconde tras sus ojos. El miedo a ser descubiertos, a que alguien observe lo que son realmente bajo la máscara de normalidad.
En el ascensor, la señora del quinto piso me sonríe nerviosamente. Ella también lo siente. Hay algo en mí que causa perturbación, como si intuitivamente percibiera que no pertenezco a su mundo de autoengaños.
"Hermoso día, ¿no cree?" pregunta, intentando llenar el vacío con palabras huecas.
"La belleza es solo el primer acto del terror" respondo, citando a Rilke. Su sonrisa se congela y sus ojos revelan pánico. El resto del trayecto transcurre en un silencio sepulcral.
Durante el almuerzo, me siento solo como siempre. Observo a mis compañeros, sus risas mecánicas, sus interacciones calculadas. Maquiavelo en “El príncipe” tenía razón: es mejor ser temido que amado, si no se puede ser ambas cosas. Yo no busco su amor; su temor me basta. En él encuentro mi fortaleza.
Cada día que pasa, la metamorfosis avanza. Como Gregorio Samsa, me despierto transformado, pero mi transformación es interna. La coraza exterior permanece intacta mientras mi interior se vuelve más y más ajeno a lo humano.
Sara, la nueva becaria, se acerca a mi mesa. A diferencia de los demás, ella no parece temerme. Aún.
"¿Te importa si me siento?" pregunta con una sonrisa genuina.
"Adelante" respondo, estudiando su rostro en busca de la grieta que revele su monstruosidad interna.
"Estuve viendo los casos que manejas. Tenes un enfoque... diferente" comenta mientras abre su fiambrera.
"La diferencia es mi especialidad" digo.
"Eso parece. La mayoría acá sigue el manual al pie de la letra. Vos buscas algo más en cada caso."
"Busco la verdad detrás de la mentira" respondo. "Todos mienten, ¿sabes? Especialmente a sí mismos."
Sara me mira con intensidad. "¿Y vos también mentís?"
"Yo ya no tengo ese lujo" confieso. "El engaño requiere creer en algo, y yo ya dejé de creer."
"¿En qué dejaste de creer?"
"En la normalidad."
Esa noche, el sueño recurrente vuelve. Estoy de pie frente a un espejo infinito en una habitación sin paredes. Mi reflejo comienza a cambiar; los huesos de mi rostro se reacomodan, mi piel se estira hasta revelar algo antiguo y terrible debajo. Pero en lugar de horror, siento paz. Aceptación.
Despierto bañado en sudor frío. La luz de la luna se filtra por la ventana, proyectando sombras que parecen moverse con autonomía. Me levanto y voy al baño. Bajo el resplandor fluorescente, examino mi rostro.
"¿Cuán fuerte creés que sea?" me pregunto, recordando las palabras que alguien me susurró cuando estaba entre la vida y la muerte.
La fortaleza del fenómeno radica en su aceptación. En comprender que el absurdo existencial que Camus describió no es una maldición sino una liberación. El horror no está en ser diferente, sino en la desesperada necesidad de fingir que somos como los demás.
Al día siguiente, Sara me espera junto a la máquina de café.
"Hay algo que quiero mostrarte" dice, y me entrega un sobre amarillo. "Es un caso que me llegó. Creo que te va a interesar."
En la privacidad de mi cubículo, abro el sobre. Contiene fotografías de un accidente de tránsito. El mismo cruce, el mismo ángulo de impacto que el mío. La víctima sobrevivió, pero reporta experiencias extrañas desde entonces. Capacidades inexplicables. Percepciones alteradas.
Mi corazón se acelera. No estoy solo.
Durante semanas, Sara y yo investigamos casos similares. Accidentes, experiencias cercanas a la muerte, transformaciones inexplicables. Construimos un mapa de fenómenos que camina entre nosotros, camuflados en normalidad.
"¿No te asusta?" pregunta Sara una noche, mientras revisamos archivos en mi departamento.
"¿Que cosa?"
"Descubrir que el mundo no es lo que creías. Que hay algo más allá de..."
"¿De la mentira confortable? No" respondo. "Lo que me aterraba era vivir en la ignorancia, atrapado en la farsa de la normalidad."
#645 en Thriller
#156 en Ciencia ficción
evolucionhumana, fenomenos inexplicables, personalidad multiple
Editado: 23.09.2025