De Fenomenos y Otras Cosas

LA FORTALEZA DEL FENÓMENO

Estas palabras rebotaban en las paredes de mi conciencia mientras observaba mi reflejo distorsionado en el espejo del baño. No era mi rostro lo que veía, sino una versión aberrante de mí mismo: los ojos demasiado separados, la mandíbula ligeramente torcida, una asimetría que nadie más parecía notar pero que para mí resultaba tan evidente como un grito en el silencio.

Mi nombre es Gabriel Metz. Profesor de filosofía. Treinta y cuatro años. Soltero. Diagnosticado con un trastorno obsesivo compulsivo que mantengo en secreto. La normalidad es mi disfraz diario.

La primera vez que escuché aquella frase fue en boca de un vagabundo que encontré en la plaza San Martín. Un hombre de edad indefinible con una cicatriz que le partía el rostro en dos mitades desiguales. Me paró cuando pasaba a su lado y me susurró: “Ser normal es un asco, porque somos fenómenos, la ventaja de ser un fenómeno es que te hace fuerte, ¿cuán fuerte querés ser?”

Le di unas monedas para librarme de su presencia, pero sus palabras quedaron grabadas en mi mente como un hierro candente.

Esa noche soñé que mi piel comenzaba a agrietarse como porcelana vieja, revelando debajo no carne ni huesos, sino un abismo negro y pulsante. Me desperté empapado en sudor frío, con la certeza de que algo fundamental había cambiado en mí.

La universidad donde impartía clases era un edificio antiguo, con pasillos estrechos y techos altos que amplificaban el eco de mis pasos. En mis clases hablaba de Camus y el absurdo de la existencia, de Kafka y la alienación del individuo en la sociedad moderna, mientras sentía que cada palabra que pronunciaba era una descripción de mi propio estado mental.

La normalidad”, les dije a mis alumnos un martes particularmente gris, “es una construcción social diseñada para mantener el orden. ¿Pero qué ocurre cuando uno descubre que el orden es artificial, que debajo de la delgada capa de lo considerado ‘normal’ hay un caos primordial esperando ser liberado?

Una estudiante en la primera fila —Elena, creo que se llamaba— me miró con una intensidad perturbadora, como si pudiera ver a través de mi fachada. Después de clase, se acercó a mi escritorio.

Profesor Metz”, dijo con una voz que parecía venir de muy lejos, “¿alguna vez ha considerado que todos somos fenómenos intentando ocultarlo?

Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral. “¿Qué quieres decir?

Sonrió, mostrando dientes demasiado pequeños y afilados. “Solo que la normalidad es una prisión que nos impusieron. La libertad está en aceptar nuestra naturaleza monstruosa.

Se fue antes de que pudiera responder, dejando tras de sí un olor peculiar, como a tierra húmeda y hojas en descomposición.

Comencé a notar cambios sutiles en mi entorno. Las sombras parecían más densas, casi tangibles. Los ruidos cotidianos —el zumbido de la heladera, el goteo de la canilla de la cocina mal cerrado— se volvieron mensajes en código que no lograba descifrar.

Una mañana, al afeitarme, el reflejo en el espejo parpadeó un segundo después que yo. Un error de percepción, me dije. El cansancio acumulado de noches sin dormir.

Pero entonces encontré un libro en mi estantería que no recordaba haber comprado: “El Príncipe” de Maquiavelo, una edición antigua con anotaciones en los márgenes, escritas con una caligrafía idéntica a la mía, pero con ideas que jamás había pensado.

El poder no reside en parecer normal, sino en reconocer la anormalidad como fuente de fortaleza”, decía una de las notas. “El verdadero príncipe es aquel que abraza su naturaleza de fenómeno y la utiliza para someter a quienes temen su propia monstruosidad.

Las semanas siguientes transcurrieron en una especie de bruma. Seguía dando clases, haciendo las compras de la semana, manteniendo las apariencias. Pero cada vez me resultaba más difícil recordar cómo comportarme con normalidad. ¿Cuánto tiempo debía mantener el contacto visual en una conversación? ¿Con qué frecuencia debía parpadear? ¿Era apropiado sonreír cuando alguien contaba una anécdota trivial?

La normalidad se había convertido en una representación teatral para la que ya no recordaba el guion.

Y mientras tanto, crecía en mí una sensación de poder que nunca antes había experimentado. Como si al dejar de fingir normalidad, al aceptar mi condición de fenómeno, estuviera accediendo a una fuente de energía primordial.

Elena, la estudiante de dientes afilados, no había vuelto a clase desde nuestro inquietante intercambio. Cuando pregunté por ella, nadie pareció recordarla. “No hay ninguna Elena en esta clase, profesor”, me aseguraron. Revisé las listas de asistencia: efectivamente, no había ninguna estudiante con ese nombre.

Pero encontraba pequeñas notas escritas con su letra en los lugares más insospechados: en mi buzón, dentro de libros que consultaba en la biblioteca, bajo la puerta de mi departamento.

¿Cuán fuerte querés ser, profesor?”, decían todas.

Una noche de tormenta, mientras corregía exámenes en mi departamento, escuché un golpeteo en la ventana. Al principio pensé que era la lluvia, pero el sonido tenía un ritmo demasiado regular. *Toc-toc-toc. Pausa. Toc-toc-toc. *

Al acercarme a la ventana, vi un cuervo negro y lustroso posado en el borde del balcón. Sus ojos brillaban con una inteligencia casi humana.

¿Cuán fuerte querés ser?”, graznó el ave con una voz que reconocí inmediatamente como la de Elena.

Abrí la ventana sin pensarlo. El cuervo entró volando y comenzó a transformarse ante mis ojos. Sus plumas negras se convirtieron en cabello largo y oscuro, su pico en aquella sonrisa de dientes pequeños y afilados, sus garras en manos delicadas con uñas pintadas de rojo.

Elena estaba frente a mí, pero ya no parecía una estudiante. Había en ella algo antiguo y terrible.

“Ya comenzó tu transformación”, dijo. “Comprendiste que la normalidad es una jaula. Pero aún tienes miedo de tu verdadera naturaleza, de tu potencial.




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