De Fenomenos y Otras Cosas

EL FENÓMENO

Desperté aquella mañana con la certeza de haber mutado durante la noche. No fue un cambio físico, nada que pudiera detectarse ante el espejo del baño, donde mi rostro seguía siendo aquella máscara de carne que había aprendido a llamar "yo". El cambio era más profundo, como si alguien hubiera alterado las coordenadas de mi existencia mientras dormía.

La rutina matutina —ese ritual absurdo que todos ejecutamos para sentirnos normales— se convirtió en una farsa insoportable. Cada movimiento me resultaba ajeno, como si estuviera actuando en una obra cuyo guion había olvidado. El café sabía a cenizas, el pan a cartón, y la sonrisa que ensayé frente al espejo era la mueca grotesca de un payaso triste.

"Buenos días, señor Fusch", me saludó la portera cuando salí del edificio.

Quise responder, pero mi voz se negó a emerger. En su lugar, sentí una presión en el pecho, como si un insecto gigantesco (¿una cucaracha, quizás?) intentara abrirse paso desde mi interior. La portera esperó unos segundos, luego se encogió de hombros y continuó barriendo. ¿Acaso no notaba mi transformación? ¿O es que todos los humanos somos tan ciegos a las metamorfosis ajenas?

El colectivo, las calles, la oficina... todo parecía envuelto en una niebla de irrealidad. Mis colegas conversaban sobre política, deportes, sus vidas insignificantes. Yo permanecía en silencio, observándolos como un entomólogo estudia a los insectos clavados con alfileres.

"¿Estas bien?", preguntó mi jefe al verme inmóvil frente a mi computadora.

"Perfectamente", respondí con una voz que no reconocí como mía. "Solo estoy contemplando la farsa".

Me miró extrañado, pero continuó su camino. Los poderosos solo temen a quienes amenazan su poder, no a quienes cuestionan la estructura misma de la realidad.

La transformación se aceleró durante las semanas siguientes. Comencé a percibir patrones invisibles para los demás: fractales en las grietas de las aceras, ecuaciones en el vuelo de los pájaros, conspiración en las sonrisas educadas.

Dejé de frecuentar los espacios sociales. La normalidad me resultaba insoportable, como una camisa de fuerza que amenazaba con asfixiarme. Prefería la soledad de mi departamento, donde podía explorar los límites de mi nueva condición.

Fue entonces cuando empecé a recibir las visitas.

La primera vez pensé que era una alucinación: una figura oscura en la esquina de mi habitación, apenas visible en la penumbra. No tenía rostro, solo una presencia densa que parecía absorber la luz.

"¿Quién sos?", pregunté sin miedo, solo con una curiosidad científica.

"Soy lo que vos dejaste de ser", respondió con una voz que no era voz, era algo más parecido a un pensamiento que se materializaba directamente en mi conciencia. "Soy la normalidad que has abandonado".

"La normalidad es un asco", respondí, recordando la frase que había leído en algún rincón olvidado de internet, la que había iniciado todo este proceso. "Somos fenómenos".

"Cierto", concedió la sombra. "La ventaja de ser un fenómeno es que te hace fuerte. ¿Cuán fuerte querés que sea?"

No respondí. No sabía la respuesta.

Mi jefe me despidió a los tres meses. Dijo algo sobre "comportamiento errático" y "preocupación por mi salud mental". No me importó. El dinero es solo otra ficción que los normales necesitan para justificar su existencia.

Las visitas se hicieron más frecuentes. Ya no era solo la sombra. Ahora eran presencias múltiples, algunas luminosas, otras densas como el alquitrán. No hablaban; simplemente estaban ahí, observando mi metamorfosis con una curiosidad simétrica a la mía.

Una noche, mientras contemplaba el techo agrietado de mi habitación, comprendí que la pregunta de la sombra —"¿cuán fuerte querés que sea?"— era la clave de todo. La fortaleza del fenómeno reside en su capacidad para desafiar la norma, para existir más allá de los límites impuestos por la sociedad.

Tomé un cuaderno y comencé a escribir mis observaciones sobre esta nueva realidad. Las palabras fluían como un río desbordado, revelando verdades que siempre habían estado ahí, ocultas bajo el velo de la normalidad. Escribí durante días, sin comer, apenas bebiendo agua cuando la sed se volvía insoportable.

El manuscrito creció hasta convertirse en una bestia de papel y tinta, un laberinto de palabras donde cualquier lector se perdería para siempre. Pero no importaba; no lo escribía para ser leído, sino para cristalizar la transformación.

La última fase comenzó con un dolor agudo en la espalda. Al principio pensé que era fatiga por las largas horas de escritura, pero pronto se hizo evidente que era algo más: mi cuerpo físico, finalmente, se estaba adaptando a mi nueva naturaleza.

Sentí cómo algo presionaba desde dentro, buscando liberarse. Con una mezcla de horror y fascinación, observé en el espejo cómo mi piel se estiraba, se agrietaba y finalmente se abría para dar paso a estructuras óseas que no deberían existir en un cuerpo humano.

El dolor era indescriptible, pero también revelador. Cada nervio, cada célula de mi ser vibraba con una intensidad nueva. Ya no era humano, pero tampoco era monstruo. Era, simplemente, un fenómeno.

Las presencias que me visitaban se multiplicaron esa noche. Llenaron mi habitación, mi departamento, desbordándose hacia la calle, hacia la ciudad. Eran los otros como yo, los que habían completado su transformación, los que habían respondido a la pregunta crucial: "¿Cuán fuerte querés que sea?"

"Tan fuerte como para romper el mundo y reconstruirlo", susurré, y mis palabras resonaron como un trueno en el silencio de la noche.

Ahora camino entre los normales como un lobo entre ovejas. Me ven, pero no me perciben. Hablo, pero no me escuchan. Existo en un plano diferente, donde las leyes de la física y la moral son meras sugerencias.




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