De Fenomenos y Otras Cosas

INTERSTICIOS

Lo que más me gustaba de la heroína no era el éxtasis inmediato, sino los segundos previos: ese intervalo preciso entre la aguja perforando la piel y la sustancia invadiendo el torrente sanguíneo. Un limbo donde el tiempo se suspende y la promesa de evasión aún no materializada resulta más poderosa que la evasión misma. Dos segundos eternos donde todavía soy yo, pero también soy ya otra cosa.

La primera vez que me inyecté fue después del funeral de mi madre. No por dolor sino por curiosidad analítica. Quería entender qué tipo de distorsión perceptiva provocaría en mi mente, siempre demasiado lúcida para mi propio bien. La lucidez puede ser una maldición cuando revela la absurda maquinaria del mundo, el teatro grotesco de la cotidianidad.

Cuando la sustancia llegó al cerebro, entendí que había descubierto no una escapatoria sino una puerta hacia otro nivel de conciencia. Las personas ordinarias temen las alteraciones químicas porque temen perder el control, sin comprender que el control que creen poseer es la más elaborada de las ilusiones.

Mario, ¿estás escuchando algo de lo que te estoy diciendo? —la voz de Elena atravesó la neblina de mis pensamientos como una aguja hipodérmica.

Mi hermana llevaba media hora exponiendo su plan de rehabilitación. Había traído folletos de centros de tratamiento, testimonios de ex adictos, incluso un calendario marcando los días necesarios para la desintoxicación física. Todo perfectamente organizado, como si la adicción fuera un simple problema logístico.

—¿Por qué insistís en "salvarme"? —pregunté finalmente—. ¿No consideraste que quizás no quiero ser salvado?

—Porque te estás destruyendo —respondió con la voz quebrada—. Ya no sos vos mismo.

Sonreí ante lo paradójico de su afirmación. Nunca había sido tanto "yo mismo" como desde que había comenzado a explorar los territorios químicos de mi conciencia. Antes era una sombra difusa moviéndome entre las expectativas ajenas; ahora habitaba plenamente cada instante, cada sensación, cada pensamiento.

—Quizás lo que interpretas como destrucción es simplemente transformación —dije, observando cómo la luz del atardecer teñía de naranja las paredes desconchadas de mi apartamento—. ¿No pensaste que tal vez la normalidad que tanto defendés es la verdadera cárcel?

Elena guardó silencio, dobló meticulosamente los folletos y los introdujo en su bolso. Antes de marcharse, dejó sobre la mesa una fotografía donde aparecíamos juntos en la playa, años atrás. Un intento sentimental de recordarme quién había sido, como si esa versión anterior de mí mereciera mayor existencia que la actual.

El problema de las drogas no es la dependencia física sino lo que revelan. Una vez que viste el mundo desde esa perspectiva alterada, regresar a la percepción convencional se vuelve un ejercicio de autoengaño. Es como pretender que el edificio no tiene grietas después de haber visto claramente su estructura comprometida.

En mis momentos de mayor lucidez química (porque la heroína, contrario a lo que piensa el vulgo, puede proporcionar claridad intelectual extraordinaria), comprendía que la sociedad no condena las drogas por sus efectos físicos sino por su capacidad para desenmascarar la artificialidad de las construcciones sociales. El adicto es peligroso no por lo que se hace a sí mismo, sino por lo que su mera existencia sugiere: que la realidad consensuada es opcional.

Llevaba un diario donde registraba estas observaciones. Lo titulé "Intersticios", porque escribía principalmente en esos breves períodos entre dosis, cuando la mente flota en un espacio liminal entre la conciencia ordinaria y la extraordinaria. Allí escribí una vez:

*"La normalidad es una droga administrada desde la infancia. La heroína es simplemente mi antídoto personal contra esa intoxicación colectiva."*

La sobredosis no fue accidental ni buscada: fue experimental. Quería conocer los límites, cartografiar el territorio fronterizo entre la vida y la muerte. Medí la dosis con precisión científica, calculando el punto exacto donde la respiración comenzaría a comprometerse sin detenerse por completo.

Lo que no anticipé fue la intervención del vecino, alarmado por los sonidos incoherentes que provenían de mi departamento. Desperté en una cama de hospital, conectado a máquinas que monitoreaban mis constantes vitales con la fría objetividad de la ciencia médica.

El médico que me atendió era un hombre de unos cincuenta años, con gafas de montura metálica y una calva incipiente. Me explicó con tono clínico que había estado técnicamente muerto durante dos minutos y diecisiete segundos.

—¿Recuerda algo de ese período? —preguntó, con un destello de curiosidad que traicionaba su fachada profesional.

—Todo —respondí, aunque no era cierto.

Lo que recordaba no eran imágenes o sensaciones, sino la ausencia total de ellas. Un vacío tan perfecto que hacía que la existencia misma pareciera una aberración, un error en la lógica universal. Me guardé esta observación, consciente de que sería interpretada como delirio post-traumático o abstinencia temprana.

El centro de rehabilitación era exactamente como lo imaginaba: paredes de colores apacibles, carteles motivacionales, personal con sonrisas ensayadas y miradas que oscilaban entre la condescendencia y el miedo. Temían nuestro conocimiento, la sabiduría terrible adquirida en los abismos químicos.

Durante las sesiones grupales, escuchaba historias de pérdida y redención, de fondos tocados y renacimientos. Narrativas perfectamente estructuradas siguiendo el guion social de la caída y la subsecuente elevación moral. Todos buscaban reincorporarse al rebaño, recuperar el status de "normalidad" que habían perdido.

Mi terapeuta, Lucas, era más perceptivo que el resto. Durante una sesión individual, después de largos minutos de silencio, me preguntó:




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