El día que descubrí que podía sentir el dolor de los demás fue también el día que dejé de fingir ser normal. Ocurrió en el tren, durante la hora pico. Una mujer con un abrigo rojo se sentó frente a mí. Nuestras miradas se cruzaron por accidente y, de repente, algo se quebró en mi interior. Un torrente de emociones ajenas me invadió: la angustia por un hijo enfermo, el miedo a perder el empleo, una soledad asfixiante que llevaba años cargando. Su dolor era ahora mi dolor, tan real como si fuera propio.
No grité, aunque quería hacerlo. Me limité a apretar los puños hasta que las uñas se me clavaron en las palmas de las manos. La mujer se bajó tres estaciones después, llevándose consigo sus preocupaciones, pero dejando en mí una huella imborrable.
Al principio pensé que había sido un episodio aislado, una extraña coincidencia neurológica. Pero ocurrió de nuevo al día siguiente con el cajero del supermercado. Y luego con mi vecino del quinto. Y con la profesora de mi sobrina. Cada vez más intenso, cada vez más insoportable.
"Tenes que verlo como un don", me dijo Eva, mi hermana, la única persona a quien me atreví a contárselo. "Siempre fuiste diferente, Gabriel. Ahora sabes por qué".
El psiquiatra lo llamó "trastorno de empatía extrema". Un nombre clínico para algo que escapaba a cualquier clasificación médica. Me recetó ansiolíticos y me recomendó evitar las multitudes.
"La mente busca patrones donde no los hay", explicó mientras escribía la receta. "Proyectas tus propias emociones en los demás y las percibis como si vinieran del exterior".
Asentí y guardé la receta en el bolsillo. No tenía sentido discutir. ¿Cómo explicarle que conocía detalles precisos de las vidas de perfectos desconocidos? ¿Que podía describir traumas infantiles de personas con quienes nunca había hablado? ¿Que a veces el dolor ajeno me dejaba marcas físicas?
Ser normal siempre había sido mi aspiración. Una carrera estable, un apartamento en un barrio tranquilo, relaciones convencionales que nunca llegaban demasiado lejos. La normalidad como escudo, como camuflaje. Como si el mundo pudiera olvidarse de mí si yo me esforzaba lo suficiente en ser invisible.
Ahora esa opción ya no existía.
"La empatía no es una debilidad", escribió Camus. "Es la única respuesta honesta ante un mundo absurdo".
Dejé el tratamiento después de tres meses. Las pastillas nublaban mi mente pero no bloqueaban las emociones ajenas. Solo las distorsionaban, convirtiéndolas en pesadillas recurrentes de las que despertaba empapado en sudor.
Empecé a buscar a otros como yo. Personas que también hubieran sido marcadas por esta hipersensibilidad al sufrimiento humano. Mi búsqueda me llevó a foros anónimos de internet, a grupos de apoyo para "personas altamente sensibles", a conferencias sobre percepción extrasensorial. Todos tenían parte de la verdad, pero ninguno la verdad completa.
Hasta que conocí a Sofía.
La encontré en una cafetería cerca de mi antiguo trabajo. O quizás ella me encontró a mí. Nunca lo tuve claro. Lo cierto es que se sentó en mi mesa sin pedir permiso, me miró a los ojos y dijo:
"También lo sentis, ¿verdad?"
No necesité preguntar a qué se refería. En ese momento sentí cómo se abría un canal entre nosotros, un vínculo que iba más allá de las palabras. Pude ver su historia como si fuera una película: la infancia en una casa donde nadie hablaba pero todos gritaban por dentro, los años de autoaislamiento, los diagnósticos erróneos, el descubrimiento gradual de su capacidad para absorber el sufrimiento ajeno.
"No estás solo", añadió mientras sus ojos se humedecían. "Nunca lo estuviste".
Sofía me enseñó a transformar la maldición en don. A utilizar esa hipersensibilidad como una forma de conexión genuina con los demás. A dejar de huir del dolor y empezar a comprenderlo.
"El problema no es que sintamos demasiado", me explicó una tarde mientras caminábamos por el parque. "El problema es que los demás sienten demasiado poco. Las personas normales construyeron muros para protegerse. Se olvidaron que somos una sola consciencia fragmentada en miles de millones de cuerpos".
Bajo su guía, aprendí a establecer límites, a no perderme completamente en las emociones ajenas. A distinguir entre el dolor que podía aliviar y el que debía respetar desde la distancia. Aprendí que mi condición me permitía hacer algo que pocos podían: ver a las personas como realmente eran, no como pretendían ser.
Dejé mi trabajo en la consultoría y empecé a colaborar en un centro de crisis para personas con tendencias suicidas. Allí, mi "fenómeno" se convirtió en una herramienta invaluable. Podía identificar a quienes estaban realmente al borde del abismo, distinguir entre quien amenazaba como forma de pedir ayuda y quien realmente había tomado ya la decisión de acabar con todo.
Salvé vidas. Y al hacerlo, de alguna manera, salvé también la mía.
"La normalidad es una ilusión óptica", solía decir Sofía. "Una mentira que nos contamos para no enfrentar el caos".
Nuestra relación duró tres años, tres meses y cuatro días. No fue un romance convencional. Era algo más profundo: un reconocimiento mutuo, un refugio en medio de la tormenta constante de emociones ajenas que amenazaba con ahogarnos.
La última vez que la vi estaba diferente. Más pálida, más delgada. Sus ojos habían perdido parte de ese brillo que los caracterizaba. Me contó que había estado trabajando con víctimas de una catástrofe natural en el sur. Que había absorbido demasiado dolor, demasiada desesperanza.
"Hay un límite, Gabriel", me dijo mientras me tomaba de las manos. "Un punto en el que la empatía puede destruirte si no sabes protegerte".
Una semana después recibí la llamada. Sofía había sufrido un derrame cerebral fulminante. Murió sin recuperar la consciencia, rodeada de desconocidos en un hospital público.
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Editado: 23.09.2025