De Fenomenos y Otras Cosas

EL GRUPO DEL FENÓMENO

El día en que Ismael descubrió que podía escuchar los pensamientos de los demás, también comprendió que nunca más podría fingir ser normal. La revelación llegó una mañana de invierno mientras esperaba el colectivo; súbitamente, las voces interiores de todos los presentes invadieron su mente como una sinfonía discordante y horrible. Algunos suplicaban misericordia a dioses inexistentes, otros tramaban pequeñas venganzas cotidianas, la mayoría simplemente sobrevivía en un mar de preocupaciones banales que se repetían como un mantra desolador.

Lejos de ser un don, esta capacidad se manifestó como una condena. Ismael comenzó a aislarse, evitando la cercanía humana, temeroso de las voces ajenas que lo acosaban sin cesar. No era como en las películas, donde el protagonista usaba su poder para resolver crímenes o seducir mujeres. Era una tortura permanente sin interruptor de apagado.

Una tarde, mientras se refugiaba en la silenciosa soledad de su habitación, recibió un sobre amarillo. No tenía remitente, solo su nombre escrito con una caligrafía anticuada y perfecta. Dentro, una tarjeta negra con letras doradas que anunciaban: "Somos fenómenos. Fortaleza en la deformidad. Martes, 21 hs. Callejón del Príncipe 1847".

La curiosidad venció a su recelo. Acudió a la cita sabiendo que podría ser una trampa, pero ¿qué importaba ya? La normalidad era un territorio del que había sido exiliado para siempre.

El Callejón del Príncipe resultó ser un pasadizo estrecho entre dos edificios abandonados. Al fondo, una puerta metálica oxidada conducía a un subsuelo iluminado por candiles. Allí encontró a otros siete individuos sentados en círculo, todos con la misma expresión de desconcierto y alivio que él mismo debía reflejar.

"Bienvenido, Ismael. Te estábamos esperando" dijo un hombre de edad indefinida, vestido completamente de negro. "Me llamo Augusto. Como tú, todos aquí somos fenómenos."

Lo extraño era que, por primera vez en meses, Ismael no podía escuchar ningún pensamiento ajeno. Solo silencio.

"No intentes leer nuestras mentes, no funcionará" continuó Augusto con una sonrisa complacida. "Acá todos somos inmunes entre nosotros."

Durante las siguientes semanas, Ismael descubrió que cada uno de los integrantes del grupo poseía alguna particularidad aberrante: Helena podía prever el momento exacto de la muerte de cualquier persona que tocara; Rodrigo manipulaba los sueños ajenos, insertándose en ellos como un parásito; Clara provocaba hemorragias con solo concentrarse en el sistema circulatorio de su víctima. Y así sucesivamente, una colección de monstruosidades humanas reunidas bajo el mismo techo.

"La normalidad es una ilusión, un pacto de mediocridad" explicaba Augusto en cada reunión. "Nosotros estamos más allá de eso. Somos la próxima etapa evolutiva, aunque la humanidad aún no esté preparada para aceptarlo."

Augusto era el único cuya habilidad permanecía en secreto, pero su influencia sobre el grupo era incuestionable. Con el tiempo, comenzó a sugerir "aplicaciones prácticas" para sus dones. Pequeños experimentos al principio: usar sus capacidades para obtener beneficios menores, intimidar a algún abusivo, resolver problemas personales.

"La fortaleza que nos otorga nuestra condición de fenómenos debe ser ejercitada" insistía con un brillo febril en los ojos. "¿De qué sirve poseer tales dones si vivimos como ratas asustadas?"

Ismael, que había comenzado a sentirse parte de algo por primera vez en su vida, seguía las indicaciones sin cuestionar. Pronto, los "experimentos" se volvieron más ambiciosos: sabotajes a instituciones, manipulación de figuras públicas, incluso algunas muertes cuidadosamente orquestadas para parecer accidentes o suicidios.

"El poder no es nada si no se ejerce" repetía Augusto, citando a Maquiavelo. "Es mejor ser temido que amado, si no se puede ser ambas cosas."

Una noche, mientras regresaba a casa después de una de las "misiones", Ismael se detuvo frente al escaparate de una tienda de electrodomésticos. En las múltiples pantallas de televisión expuestas se reproducía la noticia de un político prominente que había sufrido un colapso nervioso durante una comparecencia, gritando incoherencias sobre voces en su cabeza antes de ser retirado a rastras. Obra suya, por supuesto.

Su reflejo en el cristal se superpuso a las imágenes del noticiero: un hombre pálido, con ojeras profundas y una expresión extraviada. Ya no reconocía a la persona que había sido. ¿Era esto la "fortaleza" de la que hablaba Augusto? ¿O se habían convertido simplemente en instrumentos de su megalomanía?

Esa misma noche, Ismael decidió confrontar a Augusto. Lo encontró en su apartamento, un ático minimalista con vistas a la ciudad. Sin saludar, fue directo al grano:

"¿Cuál es realmente tu habilidad, Augusto? Nunca la has revelado." Augusto sonrió, una sonrisa tan plácida que resultaba perturbadora.

"Mi don es mucho más sutil, querido Ismael. Encuentro a personas como ustedes y les hago creer que son especiales... cuando en realidad solo son herramientas."

La revelación cayó como un mazazo: no había ninguna habilidad sobrenatural. Todo era sugestión, manipulación psicológica de alto nivel. Augusto era simplemente un sociópata extraordinariamente inteligente y carismático.

"¿Y nuestros poderes?" balbuceó Ismael, sintiendo cómo el mundo se desmoronaba bajo sus pies.

"Oh, eso es lo más fascinante. Son reales, pero no extraordinarios. Vos, por ejemplo, simplemente posees una capacidad excepcional para leer microexpresiones y lenguaje corporal, combinada con una intuición fuera de lo común. Tu cerebro traduce esa información como si fueran 'pensamientos' de otros. Impresionante, pero no sobrenatural."

La risa de Augusto resonó en la habitación.

"La verdadera pregunta, Ismael, no es cuán fuerte te ha hecho ser un fenómeno, sino cuán débil te ha hecho creer que lo eres."




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