De Fenomenos y Otras Cosas

JAULAS INVISIBLES

El reloj marcaba las tres y diecisiete de la madrugada cuando Luciano Vieira terminó de organizar su colección. Observó con satisfacción las pequeñas cajas transparentes perfectamente alineadas sobre el escritorio de caoba. Dentro de cada una, un objeto diferente: un trozo de tela, un boleto de tren, un clip para papel, un cabello, un botón. Cincuenta y tres cajas en total, cada una con su etiqueta meticulosamente escrita: fecha, hora, lugar, persona.

Suspiró. El sistema funcionaba. El mundo tenía sentido cuando estaba categorizado, etiquetado, contenido. Volvió a revisar las etiquetas una vez más antes de cerrar con llave el gabinete donde guardaba su colección.

Nadie sabía de esto, por supuesto. Para sus colegas del departamento de contabilidad, Luciano era simplemente un hombre reservado y eficiente. Para los pocos vecinos con los que intercambiaba saludos corteses, era aquel soltero discreto del 4°B. Para su madre, durante sus llamadas dominicales, era el hijo que "trabajaba demasiado".

Lo que nadie veía eran las grietas que amenazaban con fracturar su existencia si no mantenía el control.

Todo comenzó después del accidente. Un choque frontal en la Avenida Libertador, hace siete años. Los médicos dijeron que tuvo suerte: solo una conmoción cerebral leve y algunas costillas rotas. El otro conductor no sobrevivió.

Después del accidente, Luciano comenzó a sentir que la realidad se deshilachaba a su alrededor. Como si el universo fuera una tela tensa que ahora presentaba pequeños desgarros por donde se filtraba algo ominoso e incomprensible.

Primero fueron las secuencias numéricas que veía por todas partes: en matrículas de autos, en tickets de compra, en las páginas de los libros. Secuencias que contenían mensajes que solo él podía descifrar. Después, la sensación persistente de que los objetos se movían ligeramente cuando no los estaba mirando.

El psiquiatra le recetó ansiolíticos y le habló sobre trastornos de ansiedad post-traumática. "Es normal", dijo, "tu cerebro está intentando recuperar el control después de una experiencia donde todo control fue arrebatado."

Luciano asintió y tomó las pastillas durante un tiempo. Pero estas nublaban su mente, y sin la claridad mental no podía mantener el sistema, y sin el sistema...

No. Las pastillas no eran la solución.

La solución la encontró una tarde, cuando recogió del suelo un boleto de tren usado que alguien había tirado. Al guardarlo en su bolsillo, sintió una extraña calma. Esa noche, colocó el boleto en una pequeña caja transparente y escribió en una etiqueta la fecha y el lugar donde lo había encontrado.

Fue el primero de muchos.

"Vieira, ¿terminaste con los informes del tercer trimestre?" La voz de su supervisor lo sacó de su ensimismamiento.

"Sí, señor. Los dejé en su bandeja esta mañana."

"Excelente trabajo, como siempre."

Luciano sonrió mecánicamente. Si tan solo supieran que la precisión de su trabajo era apenas un efecto secundario de su necesidad compulsiva de orden. Que cada número ingresado en el sistema tenía que ser parte de un patrón más grande, que él verificaba y re verificaba hasta estar seguro de que todo encajaba correctamente. Si

Desde su escritorio podía ver a sus compañeros charlar junto a la máquina de café. Reían de algo que no alcanzaba a escuchar. A veces se preguntaba cómo sería unirse a ellos, formar parte de ese círculo de normalidad. Pero la idea de una conversación improvisada, sin estructura, le provocaba una ansiedad abrumadora.

Además, necesitaba mantener la distancia. Era más seguro así. Si se acercaban demasiado, podrían notar las grietas.

Esa tarde, al salir del trabajo, Luciano la vio por primera vez. Estaba sentada en un banco de la plaza que cruzaba diariamente, dibujando en un cuaderno de bocetos. Lo que le llamó la atención no fue su belleza (que era considerable, con su cabello rojizo y su perfil delicado), sino el caos absoluto que la rodeaba: hojas sueltas esparcidas a su alrededor, lápices de colores sin ningún orden aparente, una taza de café en precario equilibrio sobre el banco.

Algo en ella lo perturbó y fascinó al mismo tiempo. Se encontró desviándose de su ruta habitual para pasar más cerca y poder ver qué dibujaba.

Eran ilustraciones extrañas, casi abstractas: formas orgánicas que parecían fluir y transformarse en la página. Pero no eran caóticas, tenían un orden interno que Luciano no podía descifrar pero que intuía, como un matemático que reconoce la elegancia de una ecuación sin haberla resuelto aún.

Cuando pasó junto a ella, la mujer levantó la mirada y sus ojos se encontraron por un breve instante. Luciano sintió un vértigo súbito, como si estuviera al borde de un precipicio. Apresuró el paso.

Esa noche, no pudo concentrarse en su colección. Las formas fluidas del dibujo aparecían cada vez que cerraba los ojos.

Durante las siguientes semanas, la mujer de cabello rojizo se convirtió en una constante. Siempre en el mismo banco, siempre dibujando, siempre rodeada de aquel caos creativo que tanto inquietaba a Luciano.

Comenzó a modificar su rutina para pasar por la plaza a la misma hora cada día. Se decía a sí mismo que era simple curiosidad, un enigma que necesitaba resolver para mantener el orden de su universo.

Un día, uno de los dibujos voló con el viento y aterrizó a sus pies. Lo recogió con cuidado. Era una ilustración de un hombre (que se parecía sospechosamente a él) encerrado dentro de una serie de cajas transparentes, cada una más pequeña que la anterior, como muñecas rusas.

"Gracias" dijo ella, acercándose para recuperar su dibujo. Su voz tenía una cualidad musical que Luciano no esperaba. "Soy Miranda."

"Luciano" respondió, sintiendo cómo su corazón se aceleraba ante esta desviación de la rutina.

"Te vi pasar. Siempre a la misma hora, siempre por el mismo camino." Sonrió, y había algo en esa sonrisa que sugería conocimiento. Como si pudiera ver las cajas transparentes que él guardaba con tanto celo. "¿Te gusta el orden, verdad?"




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