Desde mi ventana observo la procesión de sombras que transitan por la calle. Figuras homogéneas, uniformes, idénticas en su mecánica cotidiana. A veces me pregunto si tienen conciencia de su existencia o si simplemente son manifestaciones de un sueño colectivo al que llaman normalidad.
El doctor Kaufmann suele decirme que mi percepción está distorsionada por mi "condición". Que veo monstruos donde hay personas. Que proyecto mi propia monstruosidad sobre un mundo que funciona con precisión matemática. Quizás tenga razón. Quizás la anomalía sea yo.
La primera vez que sentí el cambio fue una mañana de marzo. Un martes. Recuerdo el detalle porque los martes tienen un sabor particular, metálico y frío. Esa mañana, al mirarme en el espejo, noté que mi reflejo tenía un microsegundo de retraso. Un desfase imperceptible para la mayoría, pero evidente para mí. Cuando intenté comentárselo a Elena, mi esposa, ella sonrió con esa mueca ensayada que reservaba para mis "episodios".
"No todos podemos ser normales, Santiago", dijo mientras preparaba el café. "Algunos estamos condenados a ver más allá".
Nunca más volvimos a hablar de ello. Tres días después, Elena desapareció. La policía encontró su automóvil abandonado cerca del puente, pero nunca encontraron su cuerpo. A veces creo verla entre las sombras que desfilan bajo mi ventana, pero entonces parpadeo y la visión se disipa.
El expediente médico dice "trastorno esquizoafectivo con delirios de persecución". Cuatro palabras que pretenden resumir el abismo que habita en mi interior. Cuatro palabras para catalogar lo incatalogable. Para normalizar lo anormal.
"La medicación te ayudará a reintegrarte", insiste el doctor Kaufmann mientras observa, sin disimulo, la mancha oscura que crece en mi antebrazo izquierdo. No tengo el valor para decirle que la mancha tiene un pulso propio, que late con un ritmo distinto al de mi corazón. Que a veces, en la penumbra de mi habitación, parece emitir un débil resplandor verdoso.
La normalidad es una prisión que construimos para contener el caos. Un acuerdo tácito para ignorar los horrores que nos rodean. Ser normal es un pacto de ceguera voluntaria.
"Cada fenómeno tiene su propósito", solía decir mi abuelo, un hombre que pasó cuarenta años encerrado en un sótano, cartografiando constelaciones invisibles. "La anomalía es un regalo, Santiago. Te permite ver lo que ellos no quieren que veas".
La ciudad se transforma durante la noche. La arquitectura se distorsiona, los edificios se estiran hacia un cielo que ya no reconozco. Las calles se vuelven laberintos no euclidianos. Y las personas... las personas revelan su verdadera naturaleza.
He empezado a seguir a uno de ellos. Un hombre de traje gris que trabaja en el edificio de enfrente. Cada mañana lo veo entrar a las 8:07. Cada tarde lo veo salir a las 17:32. Su rutina es tan precisa que parece una burla a mi caos interior.
Anoche lo seguí hasta su casa. Una estructura idéntica a todas las demás en su barrio. Rectangular. Simétrica. Normal. Esperé fuera, entre los arbustos, hasta que las luces se apagaron. Y entonces me acerqué a la ventana de su habitación.
Lo que vi desafía cualquier explicación racional. El hombre del traje gris estaba suspendido a medio metro del suelo, su cuerpo contorsionado en un ángulo imposible. Sus ojos, abiertos pero vacíos, reflejaban un universo distinto al nuestro. Y de su boca emergía un sonido que no era humano: una frecuencia que hacía vibrar los cristales de la ventana.
Comprendí entonces que él también era un fenómeno. Que todos lo somos. La diferencia es que algunos aceptamos nuestra monstruosidad mientras otros la ocultan tras una máscara de normalidad.
La mancha en mi brazo se ha extendido. Ahora cubre casi todo mi torso. El doctor Kaufmann ha recomendado una biopsia, pero ambos sabemos que ningún análisis médico podrá explicar lo que me está ocurriendo.
"La transformación requiere sacrificio", escribió Kafka. "Hay que estar dispuesto a morir para renacer".
He dejado de tomar la medicación. Los colores son más intensos ahora, los sonidos más nítidos. Puedo escuchar conversaciones a kilómetros de distancia. Puedo percibir emociones como si fueran olores. Y puedo ver, con claridad meridiana, la falsedad de este mundo.
Anoche soñé con Elena. Estaba al otro lado de un umbral que separaba dos realidades. Me tendió la mano y susurró algo que no pude entender. Cuando desperté, encontré una marca en mi palma derecha: un símbolo que no pertenece a ningún alfabeto conocido.
Hoy he visto a otro como yo en el parque. Una mujer anciana que alimentaba a las palomas con migas de un pan inexistente. Nuestras miradas se cruzaron y, por un instante, hubo reconocimiento. Ella también lo sabía. Ella también había visto más allá del velo.
"¿Cuán fuerte querés que sea?", me preguntó sin mover los labios, su voz resonando directamente en mi cabeza.
No supe qué responder. La fortaleza que surge de la anomalía es una espada de doble filo. Te eleva por encima de la mediocridad, pero te condena a la soledad. Te permite ver la verdad, pero te niega el consuelo de la mentira compartida.
La anciana sonrió, como si hubiera leído mis pensamientos. "La fortaleza no está en resistir", dijo. "Está en rendirse a lo inevitable".
Y entonces desapareció, dejando tras de sí un rastro de plumas negras que nadie más pareció notar.
El mundo se desmorona a mi alrededor. O quizás sea yo quien se desmorona. La frontera entre mi carne y el aire se ha vuelto difusa. A veces me miro al espejo y no reconozco la forma que me devuelve la mirada.
He empezado a escribir esto como un testimonio. Como una confesión. Como una advertencia.
Ser normal es un asco porque implica negar nuestra verdadera naturaleza. Somos fenómenos en un universo de fenómenos. La realidad que nos han vendido es una construcción frágil, un castillo de naipes que se tambalea con cada respiración consciente.
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Editado: 23.09.2025