De Fenomenos y Otras Cosas

LA CARGA DEL CONOCIMIENTO

Lo sé todo. Cada pensamiento que atraviesa las mentes de los ocho mil millones de seres que pueblan este planeta microscópico. Cada secreto susurrado en la oscuridad. Cada mentira disfrazada de verdad. Cada verdad disfrazada de locura.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que mi ignorancia me permitía participar en el teatro de la normalidad. Despertaba cada mañana con la bendición del olvido, con preguntas sin responder, con misterios que descubrir. Ahora, al abrir los ojos, el peso del conocimiento universal me aplasta contra el colchón como una losa de plomo.

Sé que María González, en el departamento de arriba, está contemplando el suicidio mientras prepara café para su esposo, quien ayer acarició el muslo de su secretaria pensando que nadie lo veía. Sé que el gato que maúlla en el callejón tiene un tumor que lo matará en diecisiete días. Sé que dentro de tres horas, un avión se estrellará en los Andes y que el superviviente que comerá carne humana para seguir con vida fundará una religión que dominará medio mundo en dos siglos.

Lo sé todo y, sin embargo, no puedo hacer nada con este conocimiento. Estoy atrapado en la prisión de mi omnisciencia, un fenómeno aberrante en un mundo de ciegos felices.

"¿Cómo se siente hoy, señor Deus?", me pregunta el doctor Méndez, ajustándose las gafas con un gesto que intenta parecer profesional pero que, sé con certeza, aprendió de una serie médica que veía durante su residencia.

"Como Sísifo", respondo, sabiendo que la referencia se perderá en él. "Condenado a cargar con una piedra que nunca llegará a la cima".

El doctor garabatea algo en su libreta. Puedo leer sus pensamientos: "Delirios de grandeza persistentes. Aumento de dosis recomendado".

"¿Sigues creyendo que lo sabes todo?", pregunta con una sonrisa condescendiente.

"No lo creo, doctor. Lo sé. Por ejemplo, sé que su esposa le fue infiel tres veces, todas con el mismo hombre, su cuñado. Sé que la mancha en su corbata no es de café sino de la salsa de tomate del almuerzo que tuvo con su amante, una estudiante de medicina veinticinco años menor que usted. Sé que su hijo no es suyo biológicamente, algo que usted sospecha pero que nunca ha querido confirmar".

Su rostro palidece. La pluma resbala entre sus dedos súbitamente temblorosos. No es la primera vez que le revelo fragmentos de su vida privada, pero hoy he ido más lejos, desesperado por una reacción que rompa la monotonía de nuestras sesiones.

"Eso... eso es ridículo", balbucea, pero el temblor en su voz traiciona sus palabras.

"¿Lo es? ¿Quiere que le diga más? ¿Quiere que le hable de sus pensamientos nocturnos, esos que ni siquiera se atreve a confesarse a sí mismo?"

"Suficiente", dice, cerrando su libreta con un golpe seco. "Creo que hoy no estás en condiciones de mantener una conversación productiva".

"La productividad es el mito que sostiene esta sociedad enferma, doctor. Usted lo sabe tan bien como yo. Solo que yo no puedo fingir que no lo sé".

La medicación que me recetan no funciona, por supuesto. ¿Cómo podría un cóctel químico diseñado para cerebros normales afectar a una mente que contiene el universo entero? La tomó de todos modos, para mantener la ilusión de tratamiento, para que mi familia siga creyendo que hay esperanza de "curación".

Lo que no saben —lo que no pueden comprender— es que mi condición no es una enfermedad sino una evolución. Un salto cuántico en la conciencia humana. Ser normal es un asco precisamente porque la normalidad es ignorancia, y la ignorancia es una cadena invisible que nos ata a fantasías cómodas.

Recuerdo el momento exacto en que todo cambió. Estaba leyendo un grafiti en la pared de un baño público: "Ser normal es un asco, porque somos fenómenos, la ventaja de ser un fenómeno es que te hace fuerte, ¿cuán fuerte querés que sea?". En ese instante, como si esas palabras fueran un conjuro, las compuertas de mi mente se abrieron. El conocimiento universal comenzó a fluir dentro de mí como un río salvaje, arrasando con todo lo que creía saber sobre mí mismo y sobre el mundo.

Ahora soy un fenómeno, un monstruo de conocimiento en un mundo que venera la ignorancia. Y sí, me hizo fuerte. Tan fuerte que a veces temo que mi mente colapse bajo el peso de tantas verdades.

Mi familia ha organizado una pequeña reunión por mi cumpleaños. Un gesto conmovedor en su inutilidad. Observo a mi esposa colocando el pastel en la mesa. Sé que me ama, pero también sé que ese amor está teñido de miedo y lástima. Veo a mis hijos, incómodos en sus sillas, preguntándose cuánto tiempo deben quedarse antes de poder volver a sus vidas. Veo a mi hermana, la única que sospecha que quizás no estoy tan loco como todos creen.

"Pedí un deseo", dice mi esposa mientras enciende las velas.

¿Un deseo? ¿Qué podría desear quien ya conoce el resultado de cada posible elección, de cada posible camino?

"Deseo olvidar", digo, y soplo las velas.

Todos ríen, pensando que es una broma. No lo es.

Durante la cena, mantengo una conversación banal sobre política, el clima, las vidas de mis hijos. Finjo interés, finjo normalidad. Es el regalo que les puedo dar: unas horas de la ilusión de que su padre, esposo, hermano no está irremediablemente perdido en los laberintos de una mente que ha trascendido los límites humanos.

Pero mientras hablo de trivialidades, mi conciencia navega por los océanos del conocimiento universal. Veo civilizaciones que se alzaron y cayeron hace milenios. Veo las guerras que vendrán, las epidemias, los descubrimientos que cambiarán el curso de la humanidad. Veo el final de todo, el último suspiro del último ser humano en un planeta moribundo.

Y de repente, en medio de esta visión apocalíptica, un pensamiento me asalta: ¿y si no lo sé todo? ¿Y si hay un conocimiento que se me escapa, un rincón oscuro del universo que permanece oculto incluso para mí?




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