Sobre el tejado viejo del patio, caminaba sigilosamente un gato color café verdoso con manchas negras como las de un tigre pero no tan intensas, se escondían sobre el pelaje, sus ojos verdes brollaban con misterio, aquel felino observaba a los niños jugar a la pelota en el suelo terroso. Seguía en el tejado esperando que los infantes no le vieran para poder bajar con más facilidad por el árbol. El higuero le permitía salir de ese mundo, para poder inspeccionar los techos de las otras casas cuando no quería estar en su escondite.
Vio la oportunidad para bajar por el árbol e ir de inmediato a su guarida. Ahí, se arrastró por la tierra que olía a humedad y llegó hasta su lecho que eran garras viejas y sucias. Descanso un poco, pues alguien le llamó por su nombre, que los humanos le habían elegido.
—¡Luna!—Exclamó una niña emitiendo el sonido susurrante que se usa para llamar a los felinos, o por lo menos, su atención.
Luna salió de su lecho y dejó que la pequeña acariciara su lomo a la vez que, ante tal cariño ronroneaba.
Unos meses después Luna desapareció. En aquel patio jugaban los niños con los gatitos de Luna, quién había sido arrebatada de su hogar. Aquel felino vagó por la carretera llena de coches, pues ahí la abandonaron. Con el tiempo y las noches de Luna llena, aprendió a vivir sola por la tierra dónde podría ser arrollada por autos o violentada por los humanos que se encontraba por el camino.
Una noche, desilusionada por su destino incierto, pidió a la Luna un deseo.«Si voy a vivir privada del mundo que conocía desde los techos y los árboles, quiero aprender a vivir con las patas en la tierra.» Al día siguiente despertó en un bosque con otro cuerpo y con otra vida. Ya no se llamaba Luna y tampoco era un gato, se había convertido en un lobo salvaje, que acompañado de su manada, emprendió un nuevo camino para sobrevivir.
Editado: 27.03.2018