La noche estaba por terminar, y el cielo comenzaba a teñirse con un gris pálido que prometía el amanecer. El aire era frío y húmedo, impregnado del aroma a tierra mojada y hierbas medicinales que flotaban en la pequeña carpa donde Bastián yacía inmóvil. La luz temblorosa de una vela proyectaba sombras móviles sobre las paredes de madera desgastada, mientras el patriarca de la aldea, un hombre de manos callosas y cabello cano, terminaba de lavarse las manos en un balde de agua turbia.
—No tocaron ningún órgano —murmuró el anciano, secándose las manos en un paño áspero mientras observaba al muchacho con una mezcla de alivio y preocupación—. Aunque no soy médico, he visto suficientes heridas como para saber que este chico tiene suerte… o algo más. Nunca había visto a alguien sanar así de rápido.
Azalea, la adivina de la aldea, estaba sentada junto al fuego, sus ojos cansados fijos en el rostro pálido de Bastián. Su postura encorvada y el leve temblor de sus manos revelaban el peso de los años y las penas acumuladas. Escuchó las palabras del patriarca, pero no respondió de inmediato. En su mente, imágenes de Clara, su propia nieta, se entrelazaban con las de la hermana de Bastián, ambas arrancadas brutalmente de sus vidas por los cazadores de esclavos.
—Azalea, cuida del muchacho —dijo el patriarca, ajustándose el chal que llevaba sobre los hombros—, está mucho mejor físicamente, pero por dentro… está destrozado. Temo que pueda hacer alguna tontería.
Azalea asintió lentamente, aunque sus pensamientos estaban lejos. Recordaba las visiones que había tenido sobre la hermana de Bastián: Melodía una joven de espíritu fuerte y destino incierto. Había visto en ella un futuro lleno de posibilidades, pero ahora todo parecía oscurecerse. Aun así, algo en su corazón insistía en que esa muchacha estaba destinada a algo más grande, algo que ni siquiera los cazadores podrían arrebatarle.
De pronto, Bastián abrió los ojos de golpe, jadeando como si hubiera emergido de un río helado. Su respiración era rápida y superficial, y su cuerpo se tensó al intentar incorporarse. Pero el dolor en su costado lo detuvo de inmediato. Era un dolor punzante, agudo, que parecía atravesar cada fibra de su ser. Su pierna también palpitaba, y una oleada de mareo lo obligó a recostarse de nuevo. Cerró los ojos con fuerza, tratando de calmarse, pero las imágenes de lo ocurrido irrumpieron en su mente como relámpagos en una tormenta: el grito desgarrador de Melodia, el brillo de las espadas bajo la luna, el sonido de sus pasos alejándose mientras él caía al suelo, indefenso.
—¡Oh, me alegra que despiertes, muchacho! —exclamó Azalea, acercándose con una taza humeante en las manos. Su voz era suave, pero cargada de urgencia—. Perdiste mucha sangre. A Aira y a mí nos costó detener la hemorragia. ¿Cómo te sientes?
Bastián parpadeó varias veces, tratando de enfocar su mirada en el rostro arrugado de la gitana. Su voz apenas era un susurro cuando respondió:
—Adolorido… y mareado, Azalea. Debo ir por mi hermana —su voz se quebró, y lágrimas cálidas comenzaron a deslizarse por sus mejillas—, me arrepiento tanto de haberla traído conmigo.
Azalea sintió una punzada en el pecho al verlo llorar. Con delicadeza, tomó la mano del muchacho entre las suyas, notando cómo temblaba.
—Te entiendo, hijo. A mí también me arrebataron a mi Clara. Solo puedo rezar a los dioses y al cielo por un milagro… para que nuestras muchachas regresen a nuestro lado.
Bastián no podía quedarse quieto. La rabia y la desesperación bullían en su interior como un volcán a punto de estallar. Con un gruñido gutural, intentó levantarse nuevamente, ignorando el dolor que lo atravesaba. Sin embargo, el mareo lo derribó de nuevo, y un alarido agonizante escapó de sus labios. Su respiración se volvió irregular, entrecortada, mientras el dolor parecía devorarlo por completo.
Azalea reaccionó de inmediato, sujetándolo con firmeza y guiándolo de vuelta a los cojines que hacían las veces de cama. El cuerpo del muchacho estaba ardiendo, y la gitana frunció el ceño al sentir el calor febril de su frente.
—Bastián, hijo, ven, apóyate en mí. Vuelve a acostarte —susurró con urgencia, acomodándolo con cuidado—, estás débil, tienes fiebre. Así no puedes ni con tu alma, muchacho terco.
Mientras lo arropaba con una manta raída, Azalea cerró los ojos por un momento, rezando en silencio para que aquella fiebre no fuera señal de una infección. Sabía que el tiempo corría en su contra, no solo para Bastián, sino también para las jóvenes que habían sido capturadas. Y aunque el peso de la desesperanza amenazaba con aplastarla, algo en su corazón le decía que esta historia aún no había llegado a su final.
..........
Todo estaba en absoluto silencio. El aire era denso, casi palpable, como si el mismo espacio estuviera cargado de una opresión invisible. Melodia apenas podía ver algo; la oscuridad era tan densa que parecía tragarse hasta el más mínimo rastro de luz. Sentía su cuerpo pesado, adolorido, como si cada músculo protestara por haber sido abandonado en el frío suelo durante horas. Con un esfuerzo monumental, se puso de pie, aunque sus piernas temblaban y su equilibrio era precario. La cabeza le daba vueltas, y un zumbido constante resonaba en sus oídos, como un eco distante de lo ocurrido la noche anterior.
Las imágenes comenzaron a invadirla sin piedad: los gritos, las sombras moviéndose bajo la luz de la luna, el rostro desesperado de su hermano antes de perderlo de vista. Un escalofrío recorrió su columna al pensar en él. «¿Estaría bien? ¿Lo habrían lastimado?» Su corazón latía con fuerza, mezclando miedo y esperanza en una tormenta interna.
De pronto, una voz femenina rompió el silencio, débil pero Clara, resonando con un eco extraño que parecía provenir de todas partes y ninguna a la vez.
—¡Alguien que por favor me ayude, por favor!
Melodia reconoció esa voz al instante. Era Clara. Sin pensarlo dos veces, se impulsó hacia adelante, ignorando el mareo que amenazaba con derribarla. Pero apenas dio unos pasos cuando un tirón brusco en su tobillo derecho la hizo caer de bruces contra el suelo. El golpe resonó en la quietud, y un gemido escapó de sus labios mientras tanteaba con las manos el objeto que la retenía: un grillete de metal frío y pesado, conectado a una cadena oxidada.
#7600 en Fantasía
#14680 en Novela romántica
fantasia drama y amor, fantasia amistad romance odio, princesa reinos
Editado: 26.04.2025