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El bosque de Celestia se extendía como un vasto manto de misterio bajo el cielo crepuscular. Los rayos del sol postrero filtraban su luz dorada a través de las copas de los árboles antiguos, cuyos troncos retorcidos parecían susurrar secretos inmemoriales al viento. El aire olía a musgo húmedo y pino fresco, el suelo estaba cubierto por una alfombra de hojas secas y flores silvestres que se mecían suavemente con cada soplo de brisa. En algún lugar distante, el murmullo de un arroyo se entrelazaba con el canto de los pájaros nocturnos, creando una sinfonía natural que llenaba el ambiente de una belleza etérea.
—Tristán, ¿dónde estás? No te escondas de mí, por favor —pedía Melibea mientras corría desesperada entre los árboles, apartando ramas bajas con sus manos y sintiendo cómo las espinas le rasgaban ligeramente la piel. Su respiración era agitada, y su cabello negro azabache se desordenaba aún más con cada paso apresurado. Sus ojos esmeralda, brillantes pero empañados por la preocupación, escudriñaban cad2025-03-12a rincón del bosque, buscando al enorme lobo blanco cuya presencia siempre había sido tan reconfortante para ella.
Melibea se detuvo un momento, apoyándose en un tronco cubierto de líquenes para recuperar el aliento. La frustración comenzaba a hacer mella en su rostro, dibujando una mueca de impotencia en sus labios.
—¡Vamos, Tristán, no te escondas de mí! —exclamó, elevando la voz hacia la vastedad del bosque, aunque sabía que nadie más que él podría escucharla.
Mientras avanzaba, su mente regresó a aquel día fatídico, cuando Tristán le dijo aquellas palabras que aún resonaban en su corazón como un eco doloroso: "Escucha bien, por tu bien y el mío, es mejor que no volvamos a vernos. Las criaturas de luz y sombras no son compatibles; tu luz buscará purificarme y extinguir mi existencia".
Melibea negó con la cabeza, intentando alejar esos recuerdos, pero fue imposible. Aquel día había marcado un antes y un después en su vida. A pesar de todo, no podía evitar sentir que su amistad con Tristán era algo más profundo que simples diferencias de naturaleza. «¿Cómo puede ser que algo tan puro como nuestra conexión sea considerado un peligro?», pensó mientras continuaba su búsqueda.
Desde la distancia, oculto entre las sombras proyectadas por los árboles, Tristán observaba atentamente cada movimiento de la chica. Su pelaje niveo resplandecía débilmente bajo la penumbra, y sus ojos ambarinos, casi dorados, reflejaban una mezcla de ternura y conflicto interno. Llevaba siguiéndola desde hacía varios minutos, asegurándose de permanecer fuera de su vista. Cada vez que veía el brillo de determinación en los ojos de Melibea, sentía un nudo en su pecho. Sabía que debía mantenerse alejado, pero su instinto protector lo impulsaba a vigilarla, a cerciorarse de que estuviera a salvo.
Finalmente, Melibea se rindió. Exhausta, se dejó caer sobre una gran roca cubierta de musgo, suspirando profundamente. Con los brazos cruzados sobre las rodillas y la cabeza gacha, parecía una pequeña figura perdida en medio de la inmensidad del bosque.
—Tristán, no seas así. Me escapé de casa solo para verte un instante —dijo con un tono de reproche en su voz, aunque sus labios temblaban ligeramente, revelando la vulnerabilidad que trataba de ocultar.
Como si hubiera escuchado su súplica silenciosa, Tristán emergió lentamente de entre los arbustos. Sus patas apenas hicieron ruido al caminar sobre la alfombra de hojas, y su figura majestuosa parecía fundirse con la penumbra del bosque. Se acercó a ella con pasos cautelosos, hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para inclinar su cabeza y dar unas lamidas suaves en sus mejillas, limpiando las lágrimas que habían comenzado a brotar.
—Aquí estoy, pequeña llorona —respondió con una voz profunda y calmada que resonó en la mente de Melibea, como si las palabras fueran llevadas por el mismo aire del bosque.
La joven levantó la mirada, encontrándose con esos ojos ambarinos que tanto conocía y que ahora parecían cargados de una melancolía insondable. Sin embargo, también había algo más: una chispa de cariño que ni siquiera él podía disimular.
—¿Por qué te escondías de mí, Tristán? ¿Estás aún molesto conmigo? Pensé que era una broma, lo que me dijiste la última vez que te vi —preguntó, tratando de mantener un tono firme, aunque su voz temblaba ligeramente.
La tristeza de Melibea era evidente. Sus ojos esmeralda, cristalinos por las lágrimas contenidas, reflejaban una mezcla de confusión y desesperación. Su cabeza permanecía baja, apoyada en sus rodillas, mientras sus brazos abrazaban sus piernas con fuerza, como si quisiera protegerse de algo invisible pero opresivo. Recordaba claramente la última vez que había visto a su amigo lobo: aquel día en que él le había dicho que ya no podrían verse, que él era un ser de oscuridad y sombras, y ella, un ser de luz que irradiaba pureza. Aunque aún no había alcanzado su madurez completa, en cuanto eso ocurriera, su propia luz lo purificaría, extinguiéndolo para siempre.
—Pequeña Melibea, todo lo que dije era cierto. Nuestra amistad no puede ser, y ya te he explicado por qué. Desiste y sigue con tu vida —respondió Tristán con un tono grave, aunque en su interior sentía que cada palabra lo destrozaba.
Melibea sacudió la cabeza, negándose a aceptar lo que él decía. Se levantó lentamente, enfrentándolo con una mezcla de coraje y desesperación.
—No puedo... —dijo en un hilo de voz, casi un susurro cargado de emociones contenidas—. Mejor dicho, no quiero. Además, no entiendo eso que dices, Tristán. Soy solo una humana. ¿Qué luz o magia podría tener un humano?
Sus ojos buscaron los de él, esperando encontrar alguna respuesta, alguna señal de esperanza. Pero Tristán permaneció en silencio, su mirada fija en ella, como si estuviera luchando contra sí mismo para no decir nada más.
—Solo olvida que alguna vez me conociste —fue lo último que dijo antes de girarse y perderse entre los árboles, dejando a Melibea sola en el claro.
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Editado: 26.04.2025