Lluvia sollozaba desesperada mientras su hija yacía pálida en el lecho. Melibea había perdido la conciencia, pero cuando finalmente reaccionó, lo hizo de manera abrupta y con una determinación que dejó a sus padres sin aliento. Necesitaba respuestas, y las necesitaba ahora. No dejaría de insistir hasta obtener una explicación clara sobre aquella extraña conversación que había escuchado.
—Necesito una explicación coherente y, por favor, no más mentiras, madre —exigió Melibea con firmeza, su voz temblorosa pero decidida—, sé que algo pasa desde hace días; lo vi en los ojos de Bastian y también en los suyos, los dos… Es decir, ustedes hablaban de cosas muy extrañas. La magia es prácticamente exclusiva de las castas nobles…
Gastón y Lluvia se miraron a los ojos, un gesto silencioso que sellaba un pacto tácito. Ya no había marcha atrás. La verdad debía salir a la luz, por más dolorosa que fuera.
Melibea tenía derecho a saberlo, y el tiempo jugaba en contra no solo de ellos, sino también de su otra hija, Melodía. Cada segundo contaba.
—Melibea, tu padre y yo llegamos a esta aldea hace años, antes de que tú nacieras —comenzó Lluvia, su voz entrecortada pero llena de sinceridad—, el patriarca de la aldea nos recibió y nos dio los nombres con los que nos conoces, hija. Nuestros verdaderos nombres son Rosella Amelie Howl de La Vallière, exduquesa consorte de Azair, y tu padre era un militar de la guardia real de Azrrahen; su nombre era Arnaid Anouk. Ahora solo somos Lluvia y Gastón, tus padres. Pero hay algo más…
—¡¿O sea que nos han mentido a mí, a Melodía y a Bastián toda la vida?! —exclamó Melibea, abriendo sus ojos verdes hasta su máxima expresión. Su cuerpo temblaba mientras asimilaba la confesión de su madre. Su mente, ya turbada, comenzó a formular preguntas inquietantes: ¿Quién era realmente su familia? ¿Cuál era el motivo de esa colosal mentira?
Se incorporó con dificultad, mirando a sus progenitores con desconcierto. Sentía que le faltaba el aire, como si el mundo bajo sus pies se hubiera derrumbado. Quería gritar, exigir respuestas, pero las palabras se atascaban en su garganta, incapaces de expresar todo lo que sentía.
—Melibea, escucha por favor —intervino Gastón, tratando de calmar a su hija inquieta—, lo que tu madre y yo intentamos decirte, hija…
Gastón tomó las manos de Melibea entre las suyas, su tacto cálido pero lleno de temor. Sabía que cualquier paso en falso podría desencadenar otra crisis en la joven. Ya habían enfrentado el rechazo de Bastián; no podían permitirse perder también a Melibea.
—Escucho —respondió Melibea, obligándose a calmarse. A pesar de su confusión, decidió darles una oportunidad. Después de todo, no podía acusarlos sin saber toda la historia. Necesitaba entender qué los había llevado a tomar una decisión tan drástica.
Lluvia tomó aire profundamente antes de continuar con su relato. Mientras desgranaba la verdad, la expresión de Melibea iba cambiando, contrayéndose en muecas de desconcierto y dolor. Pero lo más difícil llegó cuando le revelaron que su hermana gemela, Melodía, había sido raptada por cazadores de esclavos.
*«Saber todo aquello era como miles de punzadas atravesando mi pecho», pensó Melibea, abrumada. *«Era como sentir el miedo y la angustia de mi hermana. Me sentía con las manos atadas, aún me parecía absurdo lo que mis padres me contaban. ¿Cómo es ser un hada? Mi cabeza estaba a punto de estallar».*
Tomó el libro que la señorita Azalea le había dado. Sus páginas contenían información sobre seres mágicos y también mencionaban Azrrahen, la tierra de la cual, aparentemente, provenía su familia. Sin decir palabra, Melibea se levantó y se dirigió a la pequeña alcoba improvisada que compartía con sus hermanos, buscando refugio en la soledad para procesar todo lo que acababa de escuchar.
..........
—Así que esa fue la razón por la cual Tristán se alejó de mí, por eso decía que era un ser de luz y todas esas cosas, cosas que en su momento no entendí. —Suspiró cansada y dejó el libro a un lado, su madre entró a la habitación, se sentó en la cama y sentía gustosa cómo acariciaba su largo y negro cabello ondulado.
La pequeña habitación estaba iluminada apenas por una vela que titilaba sobre una mesita de madera desgastada. Las paredes de madera crujían suavemente, como si susurran historias antiguas, mientras el techo de paja dejaba filtrar un ligero aroma a campo abierto. Melibea se sentía envuelta por el calor de la cabaña, aunque su mente aún estaba inquieta, llena de preguntas sin respuesta.
—Melibea preciosa, sé que estás despierta, ratoncita malcriada —susurraba Lluvia al oído de la más pequeña de sus gemelas.
Escuchar la voz cantarína de su madre hacía que cualquier rastro de enojo se evaporara. A pesar de lo ocurrido, Melibea no conocía el sentimiento de enojo para con sus padres. La voz de su amada madre era un rayo de luz para la tormenta de cuestionamientos que agobiaban a la jovencita.
—Te traje té y panecillos blancos, pequeña. Anda, Melibea, no cenaste, y me preocupa que no estés tomando alimento...
—Está bien, está bien, madre. Comeré los panecillos y tomaré el té —su madre colocó una bandeja en su regazo y comenzó a comer, inhalando el delicioso aroma del té de hierbabuena. Su madre sabía que ese era su favorito.
Lluvia notó el libro que descansaba en la cama.
—¿Quieres saber más sobre tus poderes y sobre las hadas? — de sus hijas, Melibea era la más curiosa, tranquila y apacible. Tenía la esperanza de que en cuanto sus virtudes de hada despertaran, su hija volvería a ser la joven que era antes de que enfermara de esa manera tan extraña.
La curiosidad le dominaba, y qué mejor que un hada le explicara todo. Tenía el deseo de saber más, y el libro no tenía todas las respuestas para ese montón de preguntas que tenía en su cabeza, dándole vueltas todo el día.
Asintió, y su madre le regaló una sonrisa, de boca cerrada y una caricia en la mejilla. Tomó asiento en el lecho de Melibea para explicar todo lo que la muchacha deseaba saber.
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Editado: 26.04.2025