El sol del mediodía caía sobre el patio de entrenamiento del palacio, bañando las piedras grises con un brillo cálido que contrastaba con la tensión en el aire. El eco metálico de las espadas había sido reemplazado por un silencio pesado, roto solo por la respiración agitada del príncipe Damián y las palabras enfadadas del capitán Andreas.
—¡Estás loco, Damián! ¡Atacaste a ese hombre! —exclamó Andreas, su voz cargada de frustración mientras caminaba de un lado a otro frente al joven príncipe. Su capa ondeaba detrás de él, y sus ojos hazel brillaban con una mezcla de preocupación y reproche—, no debiste exponerte así ante el duque; era arrojar más leña al fuego. Se supone que eres humano, Damián… Humano, no un héroe irreflexivo.
Damián lo miró con incredulidad, apretando los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos. La sangre aún corría caliente por sus venas tras lo sucedido momentos antes, y su temperamento explosivo estaba a punto de estallar nuevamente. Levantó las manos al cielo como si intentara contener su propia ira.
—A ver, creo que no me di a entender, Andreas —dijo exasperado, poniendo los ojos en blanco con gesto teatral—. ¡Si no hacía algo, ese tipo iba a matar a la chica a punta de azotes! No podía permitir algo así. Era cierto, no debí exponerme, pero... —hizo una pausa, su voz bajando de tono, aunque seguía cargada de determinación—. Pero no me importa.
Se dejó caer pesadamente sobre uno de los bancos de madera que bordeaban el patio. Sus cabellos color rojizo caramelo resplandecían bajo la luz del sol, pero ahora estaban revueltos y desordenados, producto de sus dedos nerviosos que los estrujaban sin cesar. Sentía cómo las emociones bullían dentro de él: frustración, culpa, rabia... todo mezclado en un torbellino incontrolable. Andreas no estaba ayudando precisamente.
Andreas observó a su amigo con una mezcla de afecto y preocupación. A pesar de su papel como capitán de la guardia real, para él, Damián siempre había sido algo más que un príncipe bajo su protección. Lo consideraba su hermano menor, alguien a quien había visto crecer desde niño y a quien quería proteger a toda costa. Con un suspiro resignado, tomó asiento junto a él.
—Escucha, zorro —comenzó, empleando el apodo cariñoso que siempre usaba cuando quería bajarle los humos al príncipe—. Eriol vendrá por la chica. No hagas las cosas más difíciles. Es su esclava...
Pero Andreas no pudo terminar la frase. Antes de que pudiera decir algo más, Damián se levantó de golpe, girándose hacia él con una expresión de furia contenida.
—¡La iba a matar, Andreas! ¡La estaba azotando como a un animal! ¡Ni siquiera un animal merece eso, y lo sabes, maldita sea! —gritó, su voz resonando por todo el patio—. ¡Debiste verla sufrir a manos de ese desquiciado, solo así me entenderías! En lugar de reñirme como a un niño que ha hecho una travesura… además, Alkarya abolió la esclavitud.
Sus palabras quedaron flotando en el aire, cargadas de convicción. Sin embargo, Andreas no se dejó intimidar. Sabía que Damián tenía razón, pero también conocía las consecuencias de actuar impulsivamente contra alguien como el duque Eriol.
—Sí, entiendo tu punto, pero la chica no fue comprada en territorio Alkaryo —respondió con calma, aunque su tono denotaba seriedad—, y el duque tiene como probarlo.
Damián lo miró fijamente, como si intentara descifrar si su amigo realmente creía lo que decía o simplemente cumplía con su deber de recordarle las reglas. La rabia volvió a subir por su garganta, esta vez dirigida hacia el astuto duque Eriol. Recordó la falsa carta de propiedad que este le había entregado a Andreas como prueba legítima de que Melodia, la gitana, le pertenecía legalmente. Era obvio que no podía confiar en semejante documento fabricado.
—¿Cree acaso que soy imbécil? —rugió, arrancando los papeles de las manos de Andreas y rompiéndolos por la mitad con un gesto violento—. Esa chica es de la aldea de gitanos del bosque Celestia. Yo la vi antes de que fuera esclava. Intenté localizar a los traficantes, pero no pude dar con ellos.
Su mano derecha temblaba ligeramente mientras volvía a tomar la espada, colocándose en posición de guardia. Las ganas de enfrentarse al maldito duque le devolvieron el ánimo, olvidándose momentáneamente de su frustración anterior. Andreas, siempre dispuesto a entrenar con su amigo, también adoptó una postura defensiva, listo para iniciar el combate.
Sin embargo, justo cuando ambos hombres estaban a punto de cruzar sus espadas, una pequeña figura irrumpió corriendo en el patio. Era Odette, la hermana menor de Damián, con su carita roja e hinchada de tanto llorar. Sus pequeños pies descalzos golpeaban contra las piedras mientras se lanzaba directamente a los brazos de su hermano mayor.
Damián se detuvo en seco, dejando caer la espada al suelo con un ruido sordo. Arrodillándose rápidamente, recibió a la niña en sus brazos, envolviéndola en un abrazo protector. La pequeña temblaba, aferrándose a él con fuerza, y enterró su rostro en el hueco entre su cuello y hombro.
—Damián… —susurró la niña, su voz apenas audible entre sollozos.
—¿Ya estás bien, princesa? —preguntó él suavemente, apartando algunos mechones de cabello rubio de su rostro manchado de lágrimas. Odette asintió tímidamente, aunque sus hipidos continuaban interrumpiendo su respiración.
—¿Qué ocurrió, Odette? —insistió Damián, todavía sosteniéndola cerca de su pecho. Su tono era firme pero lleno de ternura, muy diferente al que había usado momentos antes con Andreas.
La pequeña tomó una bocanada de aire, tratando de calmarse lo suficiente para hablar. Sus grandes ojos celestes llenos de terror, buscaron primero a Andreas, luego a su hermano, antes de balbucear:
—Pasó algo terrible en el desfile de las mariposas… Mataron a una muchacha y…
No pudo continuar. Las imágenes que había presenciado la tarde anterior eran demasiado fuertes para una niña de su edad, y sus labios comenzaron a temblar nuevamente mientras nuevas lágrimas rodaban por sus mejillas. Damián la abrazó aún más fuerte, murmurándole palabras tranquilizadoras al oído.
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Editado: 26.04.2025