Había ido a la laguna del bosque, un lugar que siempre le había traído paz. Desde que aprendió a canalizar su magia, sentía una energía diferente recorrer sus venas, aunque aún quedaban vestigios de agotamiento y ansiedad. Su cuerpo seguía entumecido, como si cada movimiento fuera una lucha contra corrientes invisibles. Pero al menos podía mantenerse de pie y volar un poco, lo suficiente para sentir el viento acariciar su piel. Trajo consigo a Azafrán, su fiel caballo, cuya presencia siempre le ofrecía algo de calma.
—¿Está precioso el día, no lo crees, Azafrán? —dijo, pasando suavemente la mano por la sedosa crin del animal. El sol se filtraba entre los árboles, pintando manchas doradas sobre el suelo cubierto de hojas secas. Inspiró profundamente, dejando que el aire fresco del bosque llenara sus pulmones mientras estiraba sus músculos todavía rígidos. Acababa de despertar, y el mundo parecía estar desperezándose con ella.
Siguió el sendero hacia la laguna, un espejo de cristal rodeado de vegetación exuberante. Al llegar, desmontó lentamente, dejando que sus pies desnudos tocaran la hierba húmeda. Con movimientos delicados, se quitó el vestido, quedando solo con una bata blanca y corta que ondeaba con la brisa. Sin pensarlo dos veces, entró en el agua, sintiendo cómo las cristalinas aguas envolvían su cuerpo. Se sumergió completamente, dejando que el frío calmara sus nervios y reviviera sus sentidos. Nadó hacia lo más profundo, sintiendo el peso del agua presionar su cuerpo, antes de emerger nuevamente a la superficie, jadeando por aire.
Tomó otra bocanada de oxígeno y se sumergió de nuevo, esta vez con un propósito. Quería ver las merlitas, unas piedritas brillantes que, aunque sin valor material, poseían un encanto especial. Su hermana las adoraba. Al volver a la orilla, se sentó con un puñado de ellas en sus manos, observándolas bajo la luz del sol.
—Sí, están bonitas, la verdad —murmuró para sí misma, mientras una en particular llamaba su atención. Era casi dorada, con una forma ovalada perfecta. La guardó cuidadosamente en el bolsillo de su bata—, quizás ya deba volver.
Se levantó, secándose el cabello con movimientos distraídos. Estaba a punto de ponerse el vestido cuando un sonido rompió el silencio. Un crujido, apenas perceptible, como el que hacen las ramas pequeñas al ser aplastadas por pasos furtivos. Su corazón dio un vuelco.
—Mejor me voy. Esta sensación no me gusta —susurró, mirando hacia los árboles. La tranquilidad del bosque parecía haber sido reemplazada por una amenaza invisible que acechaba entre las sombras.
De repente, un grito desgarrador cortó el aire.
—¡Auxilio!
Sus ojos se abrieron al máximo al ver a Clara, su amiga, siendo perseguida por un lobo enorme y grisáceo. La ropa de Clara estaba empapada de sangre, y su rostro reflejaba un terror absoluto. Antes de que el animal pudiera alcanzarla, Clara cayó al suelo, derrotada por sus heridas. Melibea no lo pensó ni un segundo. Corrió hacia su amiga, haciendo surgir sus alas con un destello de luz plateada. Extendió sus manos frente a ella, creando una barrera mágica que brillaba con un resplandor etéreo, protegiéndose a sí misma y a Clara del ataque del lobo.
El enorme animal embistió la barrera, sus colmillos afilados chocando contra la barrera sin éxito. Sus ojos amarillentos ardían de furia mientras rugía:
—¡Entrégame a la chica y no te mataré, mocosa!
Melibea temblaba de miedo, pero no retrocedió. Sabía que no podría sostener la barrera por mucho tiempo más. Apretó los brazos alrededor de Clara, preparándose para volar tan pronto como la barrera desapareciera.
—Melibea… ¿Eres tú? —susurró Clara débilmente, apenas capaz de levantar la mirada. Su voz era un hilo tenue—, sabía… sabía que eras especial.
Clara se desvaneció en sus brazos, su respiración superficial y su cuerpo frío. Melibea estaba paralizada por el miedo. Su amiga estaba perdiendo mucha sangre, y aunque sabía que podía sanarla, toda su concentración estaba puesta en mantener la barrera. Era un hada inexperta, y su magia aún era inestable. Por un momento, consideró usar un hechizo oscuro, pero esa parte de su poder aún le era desconocida.
Entonces, algo cambió. El lobo gris dejó de golpear la barrera. Un segundo lobo apareció entre los árboles, uno mucho más grande y de pelaje blanco como la nieve. Sus ojos dorados brillaban con una ferocidad sobrenatural. Sin previo aviso, el lobo blanco saltó sobre el gris, mordiendo su cuello con una fuerza brutal. El lobo gris forcejeó, pero el blanco no cedió, manteniendo su pata firme sobre la garganta de su oponente hasta que este finalmente cedió y huyó, desapareciendo entre los arbustos.
El lobo blanco se sentó frente a la barrera, observándola con esos ojos dorados que tanto le recordaban a alguien. Melibea supo quién era antes de que la barrera desapareciera.
Quería levantarse y exigir respuestas, pero primero estaba Clara. Las heridas de su amiga seguían sangrando. Concentró toda su energía en un punto, tal como su madre le había enseñado. Sus manos comenzaron a irradiar una luz cálida y dorada, y las heridas de Clara lentamente dejaron de sangrar. Su respiración se normalizó, aunque seguía inconsciente.
—¿Está bien? —preguntó una voz grave y familiar detrás de ella.
Melibea asintió, reconociendo al dueño de esa voz. Tristán estaba de pie ahora, su figura imponente proyectando una sombra larga sobre el suelo. Él parecía dispuesto a irse, pero Melibea no podía permitirlo. Ese lobo le debía una explicación. Se levantó rápidamente, enfrentándolo con determinación.
—¡Tristán! —gritó, deteniendo su camino. Las palabras se atascaron en su garganta cuando él se giró para mirarla. Sin saber qué decir, simplemente se acercó, tocando su hocico con delicadeza—, Tristán, no huyas más de mí.
En un acto impulsivo, lo abrazó, sintiendo cómo su cuerpo temblaba ligeramente. No quería soltarlo, pero las lágrimas traicionaron su promesa de no volver a llorar por ese lobo. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
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Editado: 26.04.2025