Naranjas, rosas y violetas se entrelazaban en un delicado ballet, fundiéndose en una perfecta armonía que envolvía el majestuoso Palacio Alkaryo. Este lugar, testigo silente de siglos de historia, era el hogar de su familia desde el nacimiento del reino. Pincelada tras pincelada, la pintura cobraba vida ante los ojos celestes de la pequeña princesa, cuyos dorados rizos caían como hilos de luz sobre sus hombros.
—Has mejorado mucho, princesa —dijo una voz conocida.
Odette giró rápidamente, sorprendida al ver a su padre. El rey Darius no solía prestarle mucha atención últimamente, o al menos eso creía ella. Su corazón dio un brinco de alegría al darse cuenta de que él estaba allí, observándola.
La niña dejó la paleta de colores a un lado y, con gracia innata, realizó una reverencia.
—Padre, me alegra verlo. Su presencia me llena de regocijo.
—Hija mía, cada vez me sorprendes más. Tu madre estaría orgullosa si pudiera verte hoy. Cuando crezcas, serás una dama digna de admiración —respondió el rey mientras se acercaba a la pintura. Sus ojos recorrieron el lienzo con asombro genuino. Las dotes artísticas de su hija lo dejaron sin palabras por un momento.
—¿Le gusta? —preguntó la princesa, ansiosa por la opinión de su padre. Seguramente, en sus frecuentes viajes, habría visto obras maestras muy superiores a su sencilla pintura.
—En una sola palabra, querida: sublime. Tienes una perspectiva de los colores única. Eres tan detallista como tu madre, Odette —dijo el rey, cuyas palabras llenaron el corazón de la niña de un sentimiento pleno e inexplicable, pero dulce.
—Padre, ¿cómo era mi madre? —inquirió la princesa, deseosa de conocer algo más sobre la mujer que había muerto cuando ella aún era una recién nacida.
El rey le dedicó una sonrisa melancólica.
—Tu madre era muy parecida a ti, hija mía...
—No, padre. No me refiero al parecido físico, sino a… bueno, a… —las palabras murieron en su garganta, incapaces de formar la pregunta que tanto anhelaba hacer.
El rey caminó hacia el alféizar y tomó asiento. La niña lo siguió, y su padre la atrajo hacia su regazo. Ambos contemplaron el cielo de la tarde, azul intenso y casi desprovisto de nubes.
—Tú eres idéntica a tu madre, Odette. La conocí desde que era una bebé. Marion era tan alegre como tú y tan curiosa. Aunque los días fueran grises, mi querida Marion era como un precioso girasol que alegraba cualquier lugar solo con mirarla. Sí, incluso en lo terca son idénticas.
Darius acarició los dorados rizos de su pequeña, pero una lágrima traicionera rodó por su mejilla. Extrañaba a su reina. Siempre la extrañaría. Cuando Marion murió, una parte de sí mismo también se fue con ella.
—¡¿De verdad, papá?! —La niña se levantó de su regazo para sentarse a su lado, tomándolo de la mano. Sus ojos repararon en las dos alianzas que aún llevaba el rey en su dedo.
—¿Si algún día me caso, puedo usarlas? —preguntó tímidamente, rozando las joyas con los dedos.
El rey alzó una ceja, sorprendido por la pregunta. Sabía que algún día su hija se casaría, pero en su corazón egoísta deseaba que permaneciera pequeña para siempre. Un deseo absurdo, lo sabía. Después de todo, Odette crecería y se convertiría en una joya radiante que algún día él tendría que entregar.
—Claro, tenía pensado dárselas a tu hermano, pero como tú eres mi consentida, las guardaré para ti, princesa —bromeó Darius, rompiendo a reír. La pequeña lo imitó, llenando el ambiente de risas infantiles.
—No me sentiría traicionado por mi padre. Odette también es mi consentida, una de las pocas cosas en las que estamos de acuerdo, Daríus —intervino el príncipe Damián, entrando al salón con su habitual irreverencia.
El rey y la princesa dejaron de reír, mirando al pelirrojo con expresión seria.
—Venía a decirte que el regalo de nuestra princesa ya está listo.
La pequeña saltó de su asiento, corriendo hacia los brazos de su hermano mayor, quien la alzó con facilidad.
—¡Un regalo! ¿Para mí? Pero si no es mi cumpleaños, hermano.
—Una princesa no necesita un motivo para recibir un presente. ¿Quieres ir a ver tu regalo? —La niña asintió emocionada. Cada año, Damián le daba un obsequio en la fecha que murió su madre. Era su forma de compensarla por haberle arrebatado la oportunidad de conocerla. Aunque su padre le repetía constantemente que aquello no había sido su culpa, Damián sabía en el fondo que Marion no estaría allí por su desobediencia.
La alegría en el ambiente se evaporó cuando la marquesa Rowena irrumpió en el salón, rompiendo la atmósfera familiar.
—Oh, lo siento, lamento interrumpir, pero su excelencia, el duque Eriol de Azair, solicita su presencia en el salón de reuniones. Dice que es urgente, majestad.
El príncipe y el rey intercambiaron miradas preocupadas. No era común que Eriol actuara de esa manera.
Damián bajó a su hermana al suelo y se inclinó a su altura.
—Esto no tardará mucho. Espera un poco, papá y yo te daremos tu obsequio.
Picó cariñosamente la nariz de la pequeña antes de acercarse a su oído y susurrarle algo que nadie más podía escuchar.
—, dile a Melodía que se esconda en mi alcoba y no la dejes sola, princesa. Está bien.
La niña asintió solemnemente, aceptando su misión secreta, y salió del salón. Con Eriol allí, cualquier cosa podría pasar. Damián esperaba que esa visita no tuviera nada que ver con llevarse a Melodía de su lado.
—Por cierto, Damián, la princesa Alya le gustaría hablar contigo. Me pidió que, en cuanto te sea posible, vayas a verla —finalizó Rowena antes de retirarse tras Odette.
——♡——
La luz dorada del atardecer se filtraba a través de las cortinas de seda blanca, proyectando sombras suaves sobre el suelo de mármol pulido. La alcoba de Alya estaba envuelta en un silencio casi reverencial, interrumpido solo por el leve crepitar de las velas que ardían en los candelabros de oro repujado. El aroma dulce de las flores frescas, dispuestas en jarrones de cristal tallado, flotaba en el aire, pero no lograba disipar la tensión que pesaba sobre la habitación.
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Editado: 26.04.2025