De Gitana A Princesa

26 Lazos.

Se suponía que solo había venido a ver cómo estaba y pedirle que descansara un poco. Planeaba decirle que en la noche continuarían el camino, nada más. Pero las palabras salieron de su boca sin permiso, secretos que había guardado durante años fluyeron como un río desbordado mientras la miraba fijamente. Estar sentado a su lado, tan cerca que sus rodillas casi se tocaban, no ayudaba en absoluto. Esos labios rosados, entreabiertos y provocativos, eran una tentación imposible de ignorar. Lentamente, sin ser del todo consciente de ello, Damián comenzó a acercarse a ella. La lucha interna era evidente: su mente le gritaba que se detuviera, pero su cuerpo ya había tomado el control.

Sin previo aviso, capturó su boca con la suya, un beso que no fue ni suave ni delicado, sino posesivo, urgente. No sabía cómo explicarlo, pero desde la primera vez que había probado sus labios, algo dentro de él cambió. Quedó con hambre de más, una necesidad insaciable que no podía aplacar. ¿Fue el destino quien puso a Melodía en su camino? ¿O fue simplemente una extraña casualidad? Fuera cual fuera la razón, agradecía profundamente haberla traído consigo.

Sus manos se movieron por instinto, deslizándose por su cuello mientras sus labios descendían lentamente hacia su clavícula. Melodía respondía a cada caricia con pequeños temblores, sus dedos inexpertos acariciando con torpeza las orejas puntiagudas de zorro que sobresalían de su cabello. Se enredaban en sus mechones rojizos, arrancándole suspiros que lo llevaban aún más lejos, sumiéndolo en un camino nublado del que no quería regresar.

Damián avanzó hacia su cuello, besando la piel suave y cálida, sintiendo cómo los latidos de su corazón se aceleraban bajo sus labios. Melodía ya estaba perdida en esa misma nebulosa, sus mejillas ardiendo y su respiración entrecortada, casi jadeante. Cada roce, cada caricia, parecía hacer eco en el silencio de la habitación, amplificando el peso de lo que estaba ocurriendo entre ellos.

—Da-mián... —murmuró ella, incapaz de articular palabra completa. Su voz era apenas un susurro, su respiración irregular, mezcla de nerviosismo y deseo.

Las orejas de zorro de Damián se irguieron al captar ese sonido, un suspiro que más bien parecía un gemido ahogado. Para él, ese pequeño sonido fue el punto de no retorno. Sin pensarlo más, recostó a Melodía en la cama, sus labios devorando cada centímetro de piel que encontraban a su paso. Luego, se levantó un poco sobre sus brazos, admirándola. Era preciosa. Su cabello negro se desparramaba sobre la almohada como un manto de medianoche, y sus ojos esmeralda brillaban con la luz dorada del ocaso que entraba por la ventana. Con la punta de sus dedos, acarició su rostro, trazando cada facción como si quisiera grabarla en su memoria para siempre.

El pecho de Melodía subía y bajaba agitado, atrapada en el mar de emociones que ambos compartían. A Damián le encantaba verla así, vulnerable pero entregada, completamente suya. No era la primera vez que estaba con una mujer, pero ella era diferente. En todos los sentidos. Y con ese pensamiento, muy a su pesar, se detuvo. Este no era el momento ni el lugar indicado. Ella no era una más, y debía demostrarlo.

Melodía, aún aturdida por la tormenta de sensaciones que acababa de vivir, acarició sus orejas de zorro con ternura. A él nunca le habían gustado, pero a ella le parecían irresistibles, tan suaves y tiernas que no podía evitar tocarlas. Cuando lo sintió apartarse y levantarse de la cama, un frío repentino la invadió. «¿Acaso hice algo mal?», pensó, incorporándose confundida. Decidió dejar el pudor a un lado y preguntar.

—¿Ocurre algo? —dijo, sentada en medio de la cama, envuelta en las sábanas como si intentara protegerse de algo que no podía nombrar.

Damián volteó a verla. Esperaba encontrarlo serio, distante, pero no fue así. Al contrario, su sonrisa pícara y ladina adornaba su rostro, dejándola aún más desconcertada.

—Ven aquí, Mel —pidió con un tono de voz tranquilo, apacible, como si nada hubiera pasado.

Melodía gateó hacia él, obediente, hasta quedar detrás de su espalda. No pudo resistir las ganas y besó su cuello, su cola de zorro moviéndose traviesa contra su piel, haciéndole cosquillas. Él se volteó rápidamente, quedando su rostro peligrosamente cerca del suyo. La besó nuevamente, pero esta vez fue diferente: un beso tierno, lento, lleno de significado. Extendió su brazo hasta alcanzar el amuleto que había quedado olvidado.

Se levantó y colocó nuevamente el colgante en su cuello. Segundos después, sus rasgos demoníacos desaparecieron, dejando atrás al hombre que ahora la miraba con una mezcla de ternura y determinación.

—Descansa, princesa. Esta noche nos iremos de este lugar. Mañana debemos estar en la mansión Rutden.

Era ahora o nunca. Melodía saltó de la cama y lo alcanzó antes de que pudiera salir de la habitación. Lo tomó de la mano, aterrizando en su pecho por el impulso de la carrera y el salto. Su corazón latía con fuerza, tanto por la cercanía como por el miedo que finalmente decidió enfrentar.

—¡Espera! —exclamó, aferrándose a su camisa como si temiera que fuera a desaparecer—. ¿Estás seguro de todo esto?

—¿Seguro de qué? —inquirió él, confundido.

—De unirte en matrimonio a mí… Una gitana. La realeza y los plebeyos no se mezclan…

Damián hizo que se callara posando sus dedos sobre sus labios, tersos y cálidos. No existía ningún motivo para arrepentirse. Amaba a esa chica, y eso era todo lo que importaba. Aunque todo había empezado como un simple trato de conveniencia, ahora era diferente. Melodía tenía miedo, lo entendía, pero también sabía que no había vuelta atrás.

—Descansa, Mel —susurró, besando su frente con delicadeza antes de salir de la habitación. Necesitaba descansar un poco. Esa niña gitana lo estaba volviendo loco.

.........

La noche llegó envuelta en un manto oscuro, con las lunas en su máximo esplendor bañando el paisaje con una luz plateada que parecía líquida. Damián y Melodía se dirigieron a las caballerizas de aquella posada para recuperar a Orión. Era hora de partir, pero una sensación incómoda atenazaba el pecho de Melodía. Un mal presentimiento no dejaba de acosarla como una sombra persistente, susurrando advertencias que no podía ignorar.




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