En la mansión Rutden, el recibimiento fue un espectáculo digno de ser recordado. El salón principal estaba iluminado por cientos de velas que titilaban en candelabros dorados suspendidos desde el techo abovedado. Las paredes estaban adornadas con tapices bordados con hilos de oro, y el suelo de mármol pulido reflejaba las luces como si fuera un espejo líquido. Los músicos, situados en una plataforma elevada al fondo del salón, interpretaban una melodía suave y etérea que flotaba en el aire como un susurro celestial.
Melodía y Damián se encontraban en el centro del salón, rodeados por los pocos invitados que observaban con admiración cómo los recién casados compartían su primer baile. La música era un vals clásico, pero con un toque melancólico que parecía contar una historia propia. Los acordes del violín se entrelazaban con el piano, creando una atmósfera que invitaba a soñar.
Damián tomó delicadamente la mano de Melodía, su tacto firme pero suave, como si temiera romper algo tan frágil y precioso. Con la otra mano, la rodeó por la cintura, atrayéndola hacia él con una mezcla de posesividad y ternura. Melodía sintió un escalofrío recorrer su espalda al notar la calidez de su contacto a través de la tela de su vestido. Sus ojos se encontraron, y por un momento, todo lo demás desapareció: los murmullos de los invitados, el tintineo de las copas de cristal, incluso el tiempo mismo pareció detenerse.
El vestido de Melodía, de seda blanca con detalles bordados en plata, se deslizaba con gracia sobre el suelo mientras giraban lentamente al ritmo de la música. Cada vuelta hacía que la falda se desplegara como pétalos de una flor bajo la luz de las velas, creando destellos plateados que parecían danzar alrededor de ellos. Su cabello negro caía en ondas sueltas sobre sus hombros, adornado con pequeñas flores blancas que brillaban sutilmente, como si fueran parte de un cuadro viviente.
—Quería hacerte una pregunta —dijo Melodía finalmente, rompiendo el silencio entre ellos. Su voz era apenas un susurro, apenas audible por encima de la música, pero cargada de curiosidad incontenible. Siempre había sido así; no podía evitar dejarse llevar por sus impulsos, aunque sabía que esta vez tal vez no era el mejor momento.
Damián sonrió, una sonrisa genuina que iluminó sus ojos aguamarina. Giró a Melodía con elegancia, haciendo que su vestido se desplegara en un remolino de luz y sombras.
—Pregunta lo que desees —respondió, su tono calmado pero con un deje de diversión. Sabía perfectamente cómo era ella, siempre ansiosa por descubrir respuestas, siempre buscando verdades ocultas.
Melodía lo miró fijamente, buscando en sus ojos alguna pista de lo que estaba a punto de preguntar.
—¿Te imaginaste alguna vez…? —hizo una pausa, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras—. ¿Te imaginaste que terminaríamos así?
La pregunta tomó a Damián por sorpresa. Frunció ligeramente el ceño, confundido por la ambigüedad de sus palabras. —Explícate —pidió, inclinándose hacia ella mientras seguían bailando. Su voz era suave, casi un ronroneo, pero había una chispa de curiosidad en su mirada.
Melodía suspiró, sintiendo cómo su corazón latía con más fuerza. No quería admitirlo, pero necesitaba escucharlo de sus labios. —Me refiero a… ¿te imaginaste terminar así conmigo?
Damián soltó una risa baja, casi melancólica. Por un momento, apartó la mirada, como si estuviera buscando una respuesta en el aire antes de volver a posar sus ojos en ella. —Mel, ni en mi más loco sueño estaba en mis planes casarme. De hecho, quería retrasarlo tanto como pudiera, hasta que mi hermana pudiera tomar el trono.
Melodía arqueó una ceja, intrigada. —¿Y la princesa de Altamyr?
Él negó con la cabeza, su expresión ahora más seria.
—Esa nunca fue una opción real para mí. Era solo un deber político, una alianza entre reinos. Pero luego llegó una gitana altanera e insufrible que convirtió mi vida en un jodido caos. Y, sin darme cuenta, esa misma gitana se metió tan profundamente en mi corazón que un día simplemente ya no salió más.
Melodía rodó los ojos, fingiendo exasperación, pero una sonrisa traicionera asomó en sus labios. —Qué poético —murmuró con sarcasmo, aunque su tono delataba el calor que sentía en su pecho.
Damián la atrajo un poco más hacia él, reduciendo la distancia entre sus cuerpos. Podía sentir el ritmo de su respiración, el leve temblor en sus manos, como si también ella estuviera luchando contra una tormenta de emociones.
—No soy poeta, Melodía. Solo digo la verdad.
Melodía bajó la mirada por un momento, sintiendo cómo las palabras de Damián resonaban en su interior. Había algo en la forma en que la miraba, en cómo pronunciaba su nombre, que hacía que su corazón se acelerara. Pero entonces, algo captó su atención en los límites del salón: una figura familiar que caminaba apresuradamente hacia los jardines.
—Ya vuelvo —dijo, soltándose de los brazos de Damián antes de que él pudiera protestar. Levantó las faldas de su vestido y echó a correr tras Arella, dejando atrás la música y la magia del baile.
—¡Melodía! —llamó el príncipe, siguiéndola a cierta distancia.
Cuando alcanzó a Arella, Melodía la tomó del brazo con firmeza, jadeando por el esfuerzo de correr con el pesado vestido.
—¿Por qué huye de mí? —preguntó, su tono mezcla de frustración y determinación.
Arella intentó zafarse, pero no pudo evitar enfrentarla. —No estoy huyendo de usted, alteza. Soy solo una criada de la familia Ethelwulf. No tengo nada que decirle.
—¡Basta! —gritó Melodía, cansada de las evasivas—. Arella, dígame: ¿qué sabe de Azrrahen y la ocarina del renacimiento?
La mujer palideció, pero mantuvo su compostura.
—No sé de qué me hablas.
—Miente, y lo sabe —replicó Melodía, su voz tensa—, usted me dijo ser de Azrrahen. Reconoció mi ocarina.
Arella suspiró, resignada.
—Sí, nací en Azrrahen, pero eso no significa que sepa algo más. Menos sobre ninguna ocarina.
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Editado: 26.04.2025