De Gitana A Princesa

30 Retorno.

El constante jugueteo de Melodía con sus manos delataba que aún seguía tensa. El traqueteo del carruaje sobre el camino algo rústico marcaba el ritmo de sus pensamientos, mientras se acercaban a Aldremir. Había prometido llevarla a su aldea, pero por órdenes del rey, Damián debía regresar al palacio. A su gitanilla no le había hecho ni pizca de gracia aquella decisión, y aunque ya no estaba tan enfadada como antes, todavía sentía un peso frío en el pecho por lo que consideraba una promesa rota.

—¿Ocurre algo, princesa? —preguntó Ariadna, sentada frente a la pelinegra. Su mirada aguda observó cómo los dedos de Melodía se trenzaban y desenredaban sin cesar. Era evidente que algo rondaba la mente de la joven.

La muchacha levantó la vista, sacada abruptamente de sus cavilaciones. Sus ojos de bosque encontraron los de Ariadna, y en ellos brilló una mezcla de aprensión y vergüenza. —Estoy bien, Ariadna —respondió, intentando disimular su incomodidad. Apretó las manos sobre su regazo, temiendo que su tic nervioso hiciera pensar a la pelirroja que era alguien extraño o fuera de lugar.

Ariadna sonrió con calidez, inclinándose ligeramente hacia adelante para ofrecer un gesto reconfortante. —De seguro es por llevar tanto tiempo en el carruaje. No te preocupes, ya en poco tiempo llegaremos —dijo, su voz suave como una brisa de primavera.

Melodía lanzó una rápida mirada hacia el príncipe dormido a su lado. Su respiración pausada y el ligero movimiento de su pecho indicaban que descansaba profundamente. Asegurándose de que no hubiera rastro de vigilia en él, tomó una bocanada de aire. Tal vez hablar con Ariadna, ahora su dama de compañía, lograría distraerla. En el fondo, seguía molesta con el príncipe por no haber cumplido su promesa de llevarla al bosque Celestia.

—Ariadna —llamó, casi en un susurro, como si temiera despertar al durmiente a su lado.

—Sí, princesa —respondió la pelirroja al instante, siempre atenta y lista para responder a cualquier necesidad de la futura soberana.

Melodía arrugó la nariz ante el título. Odiaba que la llamaran "princesa". Aunque sabía que esa era su nueva realidad, la palabra todavía le provocaba un hormigueo incómodo en la nuca.

—¿Y ya has venido al palacio? —preguntó, buscando cambiar el rumbo de sus pensamientos.

—¡Oh, sí! —exclamó Ariadna con una sonrisa nostálgica—, bueno, hace mucho no venía.

—Es cierto que tú y Damián se conocen desde niños. Lo había olvidado —murmuró Melodía, girando la cabeza para observar al príncipe dormido. Su expresión se suavizó un poco al recordar que, después de todo, él le había dado su palabra de llevarla a su aldea en Celestia, aunque fuera más tarde.

—¿Cómo era de pequeño? —preguntó, dejando entrever su curiosidad.

Ariadna arqueó una ceja con picardía, señalando al dormilón con un leve movimiento de cabeza. —Te refieres al dormilón —dijo con una risita cómplice.

—Sí, ¿cómo era?

La pelirroja colocó un dedo sobre su mentón, sumergiéndose en sus recuerdos. —Veras, desde pequeño fue muy protector. Era muy unido a su madre, la reina Marion —explicó, su tono adquiriendo un matiz melancólico—, aunque también era bastante revoltoso y travieso. Los jardineros siempre le retaban por arrancar tulipanes de los jardines del palacio —hizo una pausa, dejando escapar una risa suave— era curioso y extremadamente tierno. Recuerdo que era más bajito que mi hermano Andreas y yo.

Melodía volvió a mirar a Damián, imaginándolo como un niño pequeño corriendo por los jardines y siendo regañado por cortar flores. Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. Sin embargo, pronto otra pregunta surgió en su mente, una que llevaba tiempo rondando sus pensamientos: quería saber cómo había muerto la reina. Había tantas historias, tantas versiones… Incluso había escuchado una vez que la sangre de la reina había sido derramada por su pueblo gitano, lo que explicaría el rechazo hacia su gente en Alkarya.

—Ariadna, tú sabes… ¿Cómo murió la reina? —preguntó, su voz apenas audible.

Ariadna se tensó visiblemente. El tema era delicado, y hablar de ello abría viejas heridas. Meditó cuidadosamente qué responder. —Melodía, es mejor que... —comenzó, pero fue interrumpida.

—¿Aún no llegamos? —preguntó Damián con voz somnolienta, aunque había estado despierto durante un buen rato. Se había hecho el dormido para escuchar cómo interactuaban su esposa y Ariadna. Sabía que Melodía necesitaría una doncella de confianza, y había elegido a Ariadna precisamente por su destreza en el combate y su carácter fuerte. No era la típica dama delicada; era toda una guerrera, entrenada desde niña por su padre. Pero al notar el rumbo que estaba tomando la conversación, decidió intervenir antes de que se revelaran secretos que Melodía no debía conocer… al menos no aún.

—No, alteza. Ya puede apreciarse los campos de girasoles. La siesta le sirvió para matar el tiempo —respondió Ariadna rápidamente, aprovechando la oportunidad para desviar la atención.

Melodía contempló por la ventana el vasto mar de **girasoles blancos, cuyos pétalos contrastaban contra el verde vibrante de las colinas. Aquel paisaje evocaba recuerdos lejanos, y las palabras de Azalea, la adivina de su aldea, resonaban en su mente como un eco inquietante. Sumida en sus pensamientos, no notó que Damián la llamaba hasta que sintió su mano cálida sobre la suya.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, intrigado por la expresión ausente de su esposa. Lentamente, ajustó las **gafas de montura dorada** que llevaba puestas, un gesto inconsciente que siempre hacía cuando estaba preocupado. Las gafas le daban un aire intelectual y algo vulnerable, como si detrás de ellas se escondieran secretos demasiado pesados para cargarlos solo.

—No, no es nada —respondió ella, desviando la mirada.

Damián entrelazó sus dedos con los de ella, sabiendo perfectamente que mentía. Melodía era como un libro abierto para él. —Uno no palidece y se abstrae así por nada —dijo con suavidad, pero con firmeza.




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