De Gitana A Princesa

31 Coronación.

La reunión con el consejo de Alkarya no había sido nada fácil, ni siquiera llevadera. Solo el duque de Bleddyn estaba a favor, pero el resto de los miembros no veía con buenos ojos que el futuro rey se hubiera casado con una plebeya sin apellidos. Ni siquiera se les había dicho que era una gitana; de haberlo sabido, habría sido un rotundo rechazo.

Por otro lado, estaba su primo Eriol, quien se había mantenido en silencio durante toda la reunión. Ni siquiera se había atrevido a dar su opinión. No sabía qué esperar de él, pues no le había comentado nada a Damián. Pero esa jovencita con la que se había casado era muy parecida a la difunta esposa de Eriol. Quizás por eso el interés del duque en la muchacha. Solo esperaba que no sacara alguna bajeza el día de la coronación de la princesa.

Esa noche, el rey Darius estaba sentado en su lecho, mirando hacia la ventana mientras sostenía entre sus manos una copa medio vacía de vino. Las palabras del consejo resonaban en su mente como un eco incesante: "¿Cómo pudo permitir esto?", "Es una afrenta a la tradición", "El reino lo verá como una debilidad". Cada frase era un golpe más a su autoridad, aunque sabía que la decisión de su hijo Damián no había sido precipitada. Melodía Mountbatten tenía algo especial, una fuerza y una humildad que difícilmente encontraba en las cortesanas de noble cuna. Pero el peso de gobernar no solo dependía de decisiones personales, sino de cómo estas eran percibidas por el pueblo y los nobles.

—Darius, hoy llegó una misiva de Altamyr, cariño —dijo la marquesa Rowena con voz melosa, entrando en la habitación y entregándole el sobre al rey. Su tono era dulce, pero había un brillo calculador en sus ojos que Darius conocía demasiado bien.

El monarca tomó el sobre sin mirarla, rompiendo el sello con poca delicadeza. Leyó la carta rápidamente, aunque cada palabra parecía añadir más peso a su ya agotada espalda. La emperatriz Nubia venía al palacio, y no solo por el tratado de alianza. Estaba preocupada por el atentado que había sufrido su hija, pero Darius sabía que ese no sería el único tema de conversación. Cuando se enterara de la boda de Damián, todo se complicaría aún más.

Rowena observó cómo el semblante del rey se oscurecía. Decidió aprovechar la oportunidad.

—¿Ocurrió algo? —preguntó con fingida inocencia, inclinándose ligeramente hacia él.

—La emperatriz Nubia está próxima a llegar al palacio. Vendrá a discutir lo de la alianza. Está preocupada por el atentado que sufrió su hija —respondió Darius con voz cansada, evitando mirarla.

Rowena sonrió con malicia antes de añadir:

—Es normal, pobre emperatriz. No imagino lo indignada que se pondrá cuando se entere de que el príncipe rechazó a su hija para casarse con una plebeya sin apellido —comentó mientras se sentaba junto al rey y besaba su mejilla, lanzando su última estocada de la noche—, solo esperemos que la emperatriz no tome este hecho como una humillación; aunque, si me lo preguntas, yo estaría muy molesta.

Darius cerró los ojos, intentando contener su irritación. Los comentarios de Rowena no ayudaban; al contrario, aumentaban su estrés. Ya tenía suficiente con la presión del consejo, la llegada de la emperatriz y la responsabilidad de mantener la unidad del reino. No necesitaba que ella le recordara lo evidente.

—Rowena, retírate. Deseo dormir solo esta noche —dijo finalmente, con un tono que no admitía réplica.

La marquesa no dijo nada, pero su expresión cambió de inmediato. Se puso de pie lentamente, con una mezcla de indignación y frustración en su rostro. Sin decir una palabra, salió de los aposentos del rey azotando la puerta tras de sí.

Darius suspiró profundamente, dejando caer la carta sobre la mesa. Sabía que los próximos días serían decisivos, y que su habilidad para manejar la situación determinaría el futuro de Alkarya. Pero en ese momento, solo quería un poco de paz.

..........
El día de la coronación llegó, y el palacio de Alkarya resplandecía con una luz dorada que parecía haber sido prestada directamente del sol. Los rayos matutinos se filtraban por las altas ventanas del salón del trono, proyectando destellos cálidos sobre las columnas de mármol blanco que sostenían el techo abovedado. Las columnas estaban adornadas con guirnaldas de flores frescas: rosas blancas, claveles rojos y jazmines cuyo aroma dulce y embriagador flotaba en el aire como una promesa de esperanza. Cintas de seda en tonos azules y dorados colgaban desde el techo, ondeando suavemente con la brisa que entraba por las puertas abiertas. El sonido distante de las fuentes del jardín se mezclaba con el murmullo de las conversaciones, creando una sinfonía tranquila pero cargada de expectativa.

El salón estaba lleno hasta los bordes. Nobles ataviados con sus galas más ostentosas se codeaban discretamente mientras lanzaban miradas curiosas hacia el altar improvisado. Las damas lucían vestidos de seda con bordados intrincados, y los caballeros portaban capas largas y espadas ceremoniales que tintineaban ligeramente al moverse. Entre ellos, algunos plebeyos habían sido invitados especialmente para demostrar la inclusión del reino, aunque permanecían algo incómodos entre tanto esplendor. En primera fila, el consejo de sabios, con sus túnicas oscurecidas por el paso del tiempo, mantenía expresiones graves, sus ojos vigilantes recorriendo cada detalle del salón como si buscaran descifrar algún secreto oculto.

Frente a ellos, el sacerdote Solomon, vestido con una túnica blanca inmaculada bordada con hilos de oro, oraba en silencio frente a un altar donde descansaba la tiara real. La corona, tallada en oro puro y engastada con zafiros y rubíes, brillaba bajo la luz como si tuviera vida propia. El sacerdote levantaba las manos en gestos lentos y reverentes, su voz apenas audible mientras invocaba la bendición de los dioses protectores de Alkarya. Su respiración era pausada, casi meditativa, y el leve crujido de su túnica al moverse era lo único que rompía el silencio en ese rincón del salón.




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