Despertó aturdida, con el cuerpo pesado y la mente envuelta en una bruma densa. Parpadeó varias veces mientras intentaba reconocer el lugar donde se encontraba. No recordaba cuánto tiempo había pasado dormida, pero aun así, su cuerpo parecía reacio a responderle y seguía sintiéndose agotada. A su lado, Damián estaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada clavada en el suelo. Sus ojos aguamarina, enrojecidos por el llanto, delataban que no había descansado bien durante el tiempo que ella había estado inconsciente. Las oscuras ojeras bajo sus ojos resaltaban contra su piel pálida, como si llevara días sin dormir.
Con esfuerzo, Melodía se incorporó en la cama. Llevaba demasiado tiempo acostada y necesitaba moverse, aunque fuera solo un poco. Pero al hacerlo, el mundo pareció inclinarse bajo sus pies. Su cabeza empezó a dar vueltas, y su estómago se contrajo con una oleada de náuseas que amenazaba con expulsar cualquier cosa que hubiera dentro. Se llevó una mano temblorosa a la frente, intentando calmar el malestar que la invadía. «¿Qué me pasó?» fue lo único que logró articular, su voz apenas un susurro ronco.
La respuesta llegó antes de que pudiera procesar la pregunta. Damián se lanzó hacia ella, envolviéndola en un abrazo tan intenso que casi le cortó la respiración. No era un abrazo cualquiera; estaba lleno de emociones contenidas, como si cada segundo que había pasado esperando este momento hubiera sido una eternidad.
—¡Tonta! —dijo él, con voz ahogada, sin soltarla ni un ápice.
Melodía permaneció allí, inmóvil, con los brazos colgando a los costados y la mente hecha un torbellino. «¿Qué habrá pasado?», se preguntó de nuevo, incapaz de encontrar respuestas. Entonces, de golpe, un dolor punzante atravesó su cabeza. Junto a él, un torrente de imágenes comenzó a desfilar ante sus ojos: flashes de lo que había ocurrido antes de caer inconsciente. Confundida y abrumada, no supo qué decir ni qué hacer, así que simplemente correspondió al abrazo con fuerza, aferrándose a él como si fuera lo único sólido en ese mundo tambaleante.
Damián finalmente rompió el abrazo, aunque solo lo suficiente para mirarla directamente a los ojos. Sus manos aún descansaban sobre los hombros de Melodía, como si temiera que pudiera desaparecer de un momento a otro. La escrutó con detenimiento, buscando algún indicio de que ella estaba bien.
—Llevas tres días inconsciente —murmuró, su voz apenas un hilo que parecía a punto de quebrarse. Sin poder contenerse, volvió a estrecharla entre sus brazos, como si quisiera asegurarse de que esta vez no se iría.
Melodía no podía creer lo que acababa de escuchar. «¡En serio, tres días!» pensó, incrédula. Se llevó las manos al rostro, cubriéndolo mientras intentaba procesar la información. El dolor de cabeza regresó con más intensidad, trayendo consigo recuerdos borrosos de un sueño extraño, algo que no lograba comprender del todo. Pero por ahora, lo único que importaba era el calor del cuerpo de Damián junto al suyo y la certeza de que, fuera lo que fuera que hubiera pasado, él había estado ahí todo el tiempo.
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La luz del sol era implacable, filtrándose entre las ramas de los árboles como un torrente dorado que parecía arder sobre la piel. Melodía apenas podía abrir los ojos sin entrecerrarlos; sus pestañas temblaban mientras intentaba adaptarse al resplandor abrasador. El suelo bajo sus pies desnudos estaba cubierto por una alfombra de flores blancas y amarillas, tan suave que parecía acolchar cada paso que daba. Las flores exhalaban un aroma dulce y embriagador, un perfume silvestre que se mezclaba con el frescor de la brisa matutina. Esta última jugueteaba con su cabello, deslizándose por su piel como dedos invisibles que acariciaban su rostro y brazos, llevando consigo el olor a tierra húmeda y vegetación fresca. Los rayos del sol se filtraban entre las hojas, proyectando sombras danzantes sobre el suelo, como si el bosque mismo respirara con vida propia.
Escuchó ramas crujir no muy lejos. El sonido era sutil pero constante, como si algo o alguien estuviera moviéndose entre los árboles. Su cuerpo se tensó de inmediato, como el de un animal alertado por un depredador. Sus sentidos se agudizaron: el vello de su nuca se erizó, y su respiración se volvió más superficial, casi imperceptible. Dejó atrás el campo de flores, adentrándose en un bosquecillo de grumelias, cuyas bayas rojas colgaban tentadoras de las ramas. Cada paso que daba hacía que las hojas secas crujieran bajo sus pies, rompiendo el silencio con un sonido que parecía demasiado fuerte en medio de la quietud opresiva del lugar. El aire allí era más denso, cargado de humedad y el leve aroma a madera podrida que emanaba de los troncos viejos.
Estaba distraída, absorbiendo el entorno, cuando de repente algo cayó sobre ella con un impacto brutal, haciéndola trastabillar y caer de espaldas contra el suelo. El golpe fue seco y doloroso, expulsando todo el aire de sus pulmones en un jadeo ahogado. Sintió el peso de lo que fuera que la había derribado presionando su pecho, dificultándole respirar. El impacto levantó una pequeña nube de polvo y fragmentos de hojas secas que flotaron en el aire antes de asentarse nuevamente.
—¡Auch!
Cuando logró enfocar la vista, descubrió que no era un objeto, sino un niño. No parecía tener más de ocho años, con un cabello rebelde y rojizo que apuntaba en todas direcciones, como si acabara de despertarse de una siesta agitada. Sus ojos eran grandes y de un peculiar color turquesa profundo, casi hipnóticos, con destellos dorados que brillaban bajo la luz del sol. Pero lo más extraño no eran sus ojos, sino las orejas peludas que sobresalían en lo alto de su cabeza y una pequeña cola esponjosa que se movía nerviosamente detrás de él, como la de un zorro asustado.
El niño cruzó los brazos sobre su pecho, su expresión altanera contrastando con su carita infantil cubierta de restos de grumelias. El jugo rojo de las bayas manchaba sus mejillas y nariz, dándole un aspecto cómicamente travieso.
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Editado: 26.04.2025