De Gitana A Princesa

39 Verdades A Medias.

El bosque se extendía a su alrededor, denso y misterioso, mientras Melodía y la chica pelirroja guiaban el camino. Aún no entendía cómo saldría de aquel lugar, pero algo llamaba poderosamente su atención. La energía que emanaba de su hermana era extraña, casi demoniaca. Era como si más de una entidad mágica habitara en ella.

*«¿O acaso ella...?»* Sacudió la cabeza ante el pensamiento. No, eso era absurdo. Sin embargo, allí había un rastro inconfundible de poder demoníaco, algo que simplemente no tenía sentido.

—Melibea, ¿estás bien? —preguntó, caminando hacia su hermana con preocupación evidente.

Alcanzó su frente con delicadeza, buscando algún indicio de fiebre. No dejaba de preguntarle si se sentía bien o cansada, inspeccionándola con cuidado. Melibea retiró sus manos con suavidad, para luego entrelazarlas con las suyas.

—La Melibea débil y enferma que tú conocías ya no está —dijo con voz cargada de una confianza renovada.

Ella observó sorprendida a su gemela. Aquellas palabras, junto con el semblante decidido de Melibea, despertaron en ella una emoción abrumadora. Esa versión frágil de su hermana había quedado atrás, relegada a los recuerdos del pasado.

Sumergida en su alegría, no pudo contenerse. Se lanzó sobre Melibea en un efusivo abrazo, uno que había anhelado durante tanto tiempo. Melibea tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente correspondió al gesto, envolviendo a su gemela con los brazos.

—Yo también te extrañé, Mel… y no imaginas cuánto —murmuró Melibea con ternura, refiriéndose a su hermana como su "media luna", un término que siempre usaba para describir su vínculo inquebrantable.

En medio de ese momento de reencuentro, la energía peculiar que rodeaba a Melodía volvió a hacerse presente. Era una sensación extraña, difícil de explicar, hasta que un recuerdo vino a su mente: aquella vez que su madre mencionó algo similar, justo cuando Clara apareció por primera vez.

——♡——

La cabaña de Azalea estaba iluminada por el tenue resplandor de las velas, que apenas lograban disipar las sombras que acechaban en cada rincón. El aroma a hierbas medicinales flotaba en el aire, mezclado con el olor metálico de la sangre que parecía impregnar las paredes de adobe. Dentro, el ambiente era denso, cargado de tensión y preocupación. Su madre y Azalea estaban alrededor de Clara, cuyo cuerpo se debatía entre la vida y la muerte mientras intentaba traer al mundo a un pequeño ser que no debería haber llegado tan pronto. Melibea observaba desde la puerta, sus manos temblorosas cubriendo su boca para contener los sollozos. No imaginaba que los lobos tuvieran un desarrollo tan temprano; el embarazo de su amiga apenas llevaba tres meses de gestación.

Finalmente, salió de la cabaña, incapaz de seguir viendo el sufrimiento de Clara. Era noche de luna nueva, y el cielo estaba cubierto por un manto negro como el carbón, solo iluminado por las estrellas tintineantes que parecían mirarla desde lo alto, frías e indiferentes. El viento fresco acarició su rostro, pero no logró calmar el peso que sentía en el pecho.

—¿Ya nació? —preguntó su padre, bajando de Azafrán, su caballo de brillante pelaje, cuyos ojos oscuros brillaban bajo la luz de las estrellas.

Melibea negó con la cabeza, acariciando el hocico del hermoso animal con ternura. Su voz era apenas un susurro cuando respondió: —Mamá dice que Clara puede morir —las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, cálidas y silenciosas.

—¿Por qué? —inquirió Gastón, preocupado por la salud de la muchacha. Conocía a Clara desde pequeña y siempre la había considerado como una hija más.

—Tiene fiebre, el pequeño aún no está en posición y Clara dice que siente como si la desgarraran por dentro. La pobre no deja de quejarse —su voz temblaba, aguantando las ganas de llorar. Cada palabra que pronunciaba parecía rasgar su garganta.

Gastón iba a decir algo, pero un llanto infantil resonó en la noche, rompiendo el silencio como un trueno inesperado. Sin pensarlo, Melibea entró corriendo, seguida de cerca por su padre.

Al entrar, Azalea limpiaba al pequeño con delicadeza, mientras su madre sanaba a Clara con un hechizo. Lluvia tenía las manos sobre el vientre de Clara, que emanaban una cálida luz dorada, envolviendo a la joven en una suave bruma curativa. Clara, aunque pálida y débil, parecía respirar con más tranquilidad.

—¿Está bien? —preguntó Melibea, acercándose rápidamente a su amiga. Se agachó junto a su madre, tomando la mano de Clara. Estaba fría como el hielo.

—No te preocupes —dijo Lluvia, regalándole una de esas sonrisas tranquilizadoras que siempre lograban reconfortarla. Sus manos seguían emitiendo esa luz cálida, trabajando en el cuerpo maltrecho de Clara—, lo más seguro es que el pequeño haya clavado sus garritas en Clara, ocasionándole una hemorragia interna —explicó Lluvia—. Clarita es humana, su cuerpo no está preparado para tener un bebé sobrenatural.

—¿Sobrenatural? —se cuestionó, confundida ante lo dicho por su madre.

—Sí, Melibea, sobrenatural. Los lobos son criaturas sobrenaturales. Si no eres una loba o algún otro tipo de demonio, tu gestación podría complicarse, hija mía —explicó la pelinegra con paciencia—, ya está. Su respiración se normaliza, su rostro ya tiene algo de color. Lo mejor será dejarla descansar.

Ella y su madre salieron de la habitación, dejando a Clara dormir. Azalea llegó poco después, trayendo al pequeño ya limpio y envuelto en una manta blanca. Al ver su pequeño rostro, Melibea suspiró de ternura. Tomó al bebé en sus brazos, sintiendo su energía vibrar contra su piel. Era la misma que percibía en Clara, pero más pura, más intensa. «Aún me pregunto qué tanto daño le habrán hecho a mi amiga mientras estuvo cautiva», pensó, apretando los labios para contener la rabia.

Sabía que, aunque ese bebé fuera producto de los constantes abusos a los que Clara había sido sometida, lo amaría con locura. No podía evitar sentir un profundo cariño por ese pequeño ser que luchaba por sobrevivir.




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