El mundo estaba sumido en un manto de silencio gélido, bajo un cielo gris que parecía absorber toda calidez del ambiente. Aunque era de día, la luz del sol apenas lograba filtrarse a través de las nubes densas y pesadas, proyectando una claridad tenue que apenas iluminaba el paisaje invernal. La nieve se extendía en todas direcciones, brillando débilmente bajo esa luz apagada, como si el propio día estuviera cansado de presenciar la devastación que ocurría sobre su superficie.
Los árboles desnudos se alzaban como espectros oscuros contra el horizonte, sus ramas cubiertas de carámbanos de hielo que colgaban como dagas relucientes. El viento soplaba con un gemido constante, arrastrando pequeños remolinos de nieve que danzaban entre los troncos. En algunos puntos, el suelo estaba resbaladizo por el hielo acumulado, y las huellas recientes de pasos marcaban profundamente la nieve, testimonio de la lucha desesperada que había ocurrido allí. Eran pisadas irregulares, algunas demasiado pesadas, otras apenas perceptibles, como si quienes las habían dejado estuvieran tambaleándose entre la vida y la muerte.
A pesar de ser de día, el frío era cortante, como si miles de agujas invisibles rozaran la piel de quienes osaban permanecer al descubierto. Era un frío que no solo calaba los huesos, sino también el alma, un recordatorio cruel de la fragilidad humana frente a la naturaleza indiferente. Las nubes grises parecían inmóviles en el cielo, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para observar la tragedia que se desarrollaba bajo ellas.
En el centro de todo, los restos del campo de batalla eran un recordatorio crudo de la violencia que había ocurrido. Fragmentos de armaduras y armas rotas yacían dispersos sobre la nieve manchada de sangre, que se congelaba lentamente bajo la luz mortecina del día. Las banderas de Alkarya, desgarradas y cubiertas de escarcha, ondeaban débilmente en los mástiles que aún permanecían en pie, como testigos mudos de la tragedia que se desarrollaba. Algunas de las telas habían sido arrancadas por el viento, flotando como fantasmas antes de posarse suavemente sobre los cuerpos inertes que yacían en el suelo. Era un paisaje de muerte, de sacrificios hechos en vano, donde la nieve intentaba ocultar los horrores bajo su manto puro.
La claridad del día apenas lograba iluminar el entorno, pero su presencia era suficiente para revelar cada detalle del caos: las lágrimas que corrían por las mejillas de Odette, congelándose antes de llegar a su barbilla; el brillo etéreo de la esfera de fuego azul que emergía de las fauces de Tisha, contrastando con el blanco de la nieve; y el destello dorado de la barrera creada por Lluvia, que irradiaba calor en medio del frío implacable. Aquella barrera parecía palpitar con vida propia, como un corazón latiendo contra la oscuridad que amenazaba con devorarlo todo. El calor que emanaba derretía parcialmente la nieve cercana, creando un charco de agua que reflejaba el brillo dorado, como un pequeño santuario en medio del desastre.
El sonido crujiente de la nieve bajo los pies de quienes se movían lentamente era casi hipnótico, mezclándose con el tintineo de las cuentas que mantenían prisioneras a Lluvia y Melibea. Era como si el invierno mismo quisiera absorberlo todo, envolverlo en su abrazo gélido y silencioso, mientras los personajes luchaban por mantener viva la esperanza en un mundo que parecía decidido a sepultarlos. Cada paso que daban parecía un acto de resistencia, como si el simple hecho de moverse fuera una declaración de guerra contra el frío y la desesperanza.
Areusa miró a Melodía con desdén, hastiada por aquella escena. Su voz resonó con frialdad en el aire helado.
—Patético —dijo Areusa, con una sonrisa burlona en los labios—. Oh, pero qué conmovedor. De verdad, muy lindo y dramático. Pero dudo mucho que Damián te escuche, princesa.
Melodía apretó los puños con fuerza, intentando contener la mezcla de rabia y frustración que amenazaba con desbordarse. No podía permitirse perder el control ahora, no cuando tantas cosas dependían de ella. Aunque su cuerpo temblaba ligeramente debido al frío y a la tensión, su voz salió firme cuando respondió: —Es más fuerte de lo que crees, Areusa…
Soltó una risa burlona, como si las palabras de la chica fueran una ofensa personal. Con un movimiento elegante pero intimidante, levantó su báculo dorado, cuyo cristal negro brillaba con una energía oscura que parecía absorber toda la claridad del día. El cristal pulsaba con una luz enfermiza, como si estuviera vivo, alimentándose de la desesperación y el dolor que inundaban el campo de batalla. Cada vez que Areusa lo movía, proyectaba sombras distorsionadas sobre la nieve, como si el bastón estuviera pintando el mundo con su oscuridad.
—Tisha, ataca ahora —ordenó Areusa, señalando al enorme zorro con un gesto autoritario.
La bestia abrió sus fauces, y de ellas emergió una esfera de fuego azul que crecía rápidamente, iluminando el paisaje invernal con un brillo etéreo. El calor que emanaba de la esfera derretía parcialmente la nieve cercana, creando un contraste brutal con el frío gélido del entorno. El vapor que surgía de la nieve derretida ascendía en volutas, mezclándose con el humo de la energía destructiva. Era como si dos fuerzas opuestas, el fuego y el hielo, estuvieran librando su propia guerra dentro del campo de batalla.
Melodía dio algunos pasos torpes hacia atrás, sabiendo que debía quitarse de en medio, pero su cuerpo no respondía. Se quedó congelada, esperando el golpe inevitable. Sentía el peso del entorno en sus hombros, como si la misma naturaleza conspirara para mantenerla inmóvil. Pero el golpe nunca llegó.
Cerró los ojos, anticipando el impacto, pero solo escuchó una enorme explosión. Al abrirlos, no podía creer lo que veía. Allí, frente a ella, estaba su madre, Lluvia, quien había creado una barrera protectora. La mujer se volteó a mirarla, y una sonrisa de alivio se dibujó en su rostro. Aquella sonrisa era como un rayo de luz en medio de la tormenta, una promesa de que aún había esperanza, aunque todo pareciera perdido.
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Editado: 26.04.2025